
Con el paso de los días, la orden de atentar contra Rucci se mantuvo sin modificaciones. Cuando el grupo de inteligencia volvió de las playas de Miramar, vio al titular de la CGT por primera vez. Fue durante pocos segundos. Rucci estaba de espalda, protegido por guardaespaldas, ingresando a una reunión del Consejo del Partido Justicialista en la calle Córdoba. La información del evento se había obtenido de los diarios.
Al poco tiempo, abandonaron la CGT y empezaron a investigar el otro dato: el colegio donde estudiaba su hija, en Haedo, a pesar de que la veían en la televisión, no podían distinguir su cara entre los cientos de estudiantes que salían del colegio. Al cabo de unos días, a un miembro del grupo le llamó la atención un Torino gris. Su patente coincidía con otro vehículo de la CGT. Y enseguida vieron subir a la hija de Rucci. Siguieron el auto por la avenida Rivadavia hasta su ingreso a la Capital Federal. Allí lo abandonaron para no despertar sospechas.
En días sucesivos, siguieron al Torino a cierta distancia con distintos vehículos. Una vez llegaron hasta Canal 9, donde la hija del jefe sindical grababa “Jacinta Pichimahuida”. En otra oportunidad, el destino fue la calle Avellaneda, en Flores, a media cuadra de la avenida Nazca. Allí lo supieron: Rucci vivía con su esposa y sus hijos en una casa de propiedad horizontal, en Avellaneda 2953. Se la había prestado el empresario Antonio Iannone.
Con la localización de la casa, toda la estructura de movilidad del grupo de inteligencia -dos camionetas Chevrolet, un Peugeot 504 y una Citroneta- empezó a utilizarse para la guardia frente a la casa. Estacionaban sobre la vereda de enfrente y hacían turnos rotativos.
Siempre había un hombre observando movimientos.
Una noche vieron bajar a Rucci de un Torino, seguido por dos autos de su custodia. Esa fue la segunda vez que lo vieron. Esa información fue trasladada por el grupo de inteligencia al jefe militar de la operación.
A partir de entonces se empezó a diseñar el plan para matarlo. Las reuniones las realizaban en un departamento alquilado del barrio de Once. Armaron distintos esquemas. Uno era la utilización de un explosivo tipo mina “vietnamita”, con una chapa gruesa con forma de “U”, repleta de tornillos, tuercas y bulones. La idea fue introducir el explosivo en la caja trasera de la Citroneta y activarlo con un detonador a telecomando en el momento en que llegara el auto de Rucci.
Se trataba de una operación nocturna, muy difícil de sincronizar. El mecanismo podía demorar la activación de la bomba y estallar después de que el blanco bajara del auto. ¿Y si el auto estacionaba a mucha distancia de la Citroneta y no lograba impactarlo? Era otro de los riesgos. Esa opción fue descartada.
Después se pensó en otro plan: armar un grupo comando de diez personas cubiertas con cascos y chalecos antibalas y subirlas a dos camiones volcadores. Encerrar el auto de Rucci cuando saliera de su casa y dispararle a él y a los dos autos de la custodia.
El jefe de las FAR, el abogado Roberto Quieto, supervisó los detalles del plan en una de las reuniones en Once.
También lo descartó. Durante el tiempo en que durara el enfrentamiento contra los custodios podrían sumarse policías y patrulleros. Podría haber caídas propias. O heridos. Y la operación -Quieto lo afirmó una vez más- no podía ser asumida públicamente por FAR-Montoneros. Por eso ninguno de los hombres que actuara en la operación podría tener antecedentes de pertenencia a esas agrupaciones. Quieto pidió otro plan.
Magdalena Villa de Colgre vivía al lado de la casa que ocupaba la familia Rucci. Desde hacía cinco meses su casa estaba en venta. Una inmobiliaria había colocado un cartel en el primer piso de la vivienda.
En septiembre de 1973 un miembro del equipo de inteligencia, vestido con saco y corbata, visitó a la propietaria. Estaba interesado en conocer la vivienda, pero para no sumar costos a la posible operación prefería evitar el contacto con la inmobiliaria.
La señora lo hizo pasar.
La segunda vez que la visitó le pidió el plano de la casa.
Lo hacía por encargo del profesor, titular de una supuesta academia de enseñanza de idiomas, quien tomaría la decisión definitiva de la compra. El plano, le dijo, serviría para calcular cuántas aulas podrían utilizarse para la enseñanza; les resultaba indispensable para diseñar la retirada después del atentado. Al fondo de la propiedad había una pared y después un largo pasillo de viviendas que conducía a una puerta de calle, en Aranguren 2950. Les pareció la alternativa justa para evitar la fuga por el frente de la calle Avellaneda, que era muy transitada.
Fragmento del libro “los 70, una historia violenta”, de Marcelo Larraquy