sábado, 22 de noviembre de 2025
Grabado que muestra cacería aborigen

Los araucanos, aunque tienen el mismo origen que los patagones, los puelches, los pampas y los mamuelches, viven una existencia materialmente diferente, obligados por la restricción de su territorio y la imposibilidad de invadir las provincias de Chile, cuyas fronteras están guardadas y defendidas de manera muy distinta que las de la República Argentina. En lugar de vivir en el estado nómada, como los indios de la costa oriental, los araucanos se agrupan en aldeas y habitan casas de madera suficientemente grandes para varias familias. Son muy ingeniosos y trabajadores. Cultivan el maíz y la cebada, así como papas, cebollas y porotos. Tienen gran apego por el melón y la sandía, que recogen en cantidad casi tan grande como los duraznos, las ciruelas y las manzanas salvajes, lo cual les permite hacer copiosos festines. Comen generalmente la carne cocida o asada, murke o harina de maíz asado, a la que agregan leche o grasa de caballo. A pesar de estas diversas apariencias de civilización, se regalan de buen grado con hígado o riñones crudos, condimentados con sangre cuajada.

Hay en la Araucanía dos grupos de población muy distintos por su carácter, que se llaman generalmente en Chile, igual que en la provincia de Buenos Aires, con los nombres de Alta y Baja Araucanía.

La primera se compone de indios y españoles. Es de conocimiento de todos que los indios que la componen son de trato fácil y agradable y que mezclan su sangre con la de los cristianos por los lazos del matrimonio, lo que no les impide, sin embargo, vivir libres de todo yugo en las cercanías de Santiago, Constitución, Nacimiento, Los Ángeles y Talca, donde todavía se introducen, a veces en masa, a favor de las disensiones políticas. Como buenos indios que son, han conservado el deseo del pillaje; no obstante, son muy hospitalarios, y sin temor alguno puede uno aventurarse entre ellos. No ocurre lo mismo en la Baja Araucanía, que está poblada solamente por seres mucho más primitivos, a cuyos ojos un cristiano, de cualquier nación que sea, es un enemigo contra quien no podrían encontrarse medios excesivos de ejercer la ferocidad. Son los patagones de Araucanía, aunque separados de aquéllos por las cordilleras. Tienen la mayor repulsión por todo lo que sea civilización.

Desgraciados los pobres cristianos que caen en sus manos, porque sus familias pueden borrarlos de entre los vivos. Entre los numerosos ejemplos que podrían citarse en apoyo de lo que digo, por su autenticidad, esta historia que sigue es una prueba irrecusable.

Algún tiempo antes de su muerte prematura, que ha dejado de duelo al mundo científico, el señor Geoffroy Saint-Hilaire26, que me honró con la acogida más benévola, me decía que consideraba perdido para siempre a uno de sus parientes, caído en manos de los indios de Baja Araucanía. Al deplorar esta terrible desgracia, me decía cuánto habría deseado que su pariente hubiese caído prisionero en Alta Araucanía, de donde habría sido fácil rescatarlo.

Araucanía tiene, pues, igual que Patagonia, sus leyendas tenebrosas.

En cuanto a los pampas, son esencialmente cazadores, y se hacen, por así decirlo, cada vez más nómadas por la costumbre que tienen de alimentarse de la carne de sus corceles, mientras franquean muy rápidamente las mayores distancias. No vacilan en hacer 500 o 600 leguas para devastar los pueblos hispanoamericanos. Muy ricos en animales, estos indios podrían pasarse fácilmente sin cazar; pero como es para ellos una gran diversión, se entregan a la caza todo el año, aunque con mucho mayor ardor durante los meses de agosto y septiembre, época de la primavera en el hemisferio sur. En esa temporada hacen grandes provisiones de trozos tiernos de caza, a la que son extremadamente afectos, o también de huevo de perdiz y de avestruz. Capturan con suma destreza gamas jóvenes vivas, con las cuales se divierten los niños, a quienes dan también por alimento los huevos de perdiz, en tanto que los de avestruz, menos delicados, son comidos en común por la familia. Los cascan, como haríamos nosotros con huevo común, por una punta, y los hacen cocer así en el fuego de estiércol, teniendo cuidado de mezclar la clara con la yema a medida que se opera la cocción. Estos huevos se encuentran por doquier, pero los indios no comen sino los que encuentran en número par, y desechan los otros, que suponen no están fecundados.

Para cazar avestruces y gamas los indios se reúnen en gran número, bajo la dirección de un cacique que cumple las funciones de monero. Hacen partir a los cazadores por grupos, en diferentes direcciones, a fin de batir un espacio de dos o tres leguas; cada uno de estos grupos, llegado al sitio que se le ha designado, quema en forma de señal algunas hierbas secas. Cuando todos están en su puesto, a una nueva señal dada por el cacique, se despliegan en fila y marchan lentamente hacia el centro del círculo que forman, hasta que la distancia que separa a unos de otros no sea más que la de tres o cuatro cuerpos de caballo. Se detienen entonces, locayo – boleadoras- en mano. A sus gritos, los numerosos perros salvajes que los acompañan se lanzan para hostigar a las avestruces y gamas así batidas. Estos animales, seguidos de cerca y a menudo mordidos, tratan de huir pasando entre los breves intervalos que han dejado los cazadores a fin de poder lanzarles una multitud de bolas que raramente yerran el blanco. Los animales capturados son despellejados con una destreza increíble, lo que da a los cazadores facilidad para continuar su ejercicio, hasta el momento en que el círculo, muy reducido, pone frente a frente a toda la masa de indios. Muy rara vez vuelven los cazadores junto a sus familias sin haber capturado siete u ocho piezas de caza, cuya sangre, que beben con deleite, es todo su alimento durante la caza, que dura las dos terceras partes del día.

Después de la caza, los cueros de los diversos animales muertos son tendidos en tierra, con ayuda de estacas de hueso; una vez secos, los salan, para preservar bien las pieles; los indios las conservan, así como las plumas de avestruz, para cambiarlos en la primera ocasión por azúcar, yerba, tabaco y licores alcohólicos, a los que son muy afectos.

La población india tiende a decrecer año tras año; pero este decrecimiento afecta más particularmente a los pampas y a las tribus del norte, entre las que están en minoría las mujeres, por consecuencia de las guerras terribles que les hicieron los gauchos de Rosas. En muchas ocasiones los indios se vieron reducidos a huir; se refugiaron en los contrafuertes de las cordilleras más cercanas a Chile, en las vecindades de los araucanos. Sus mujeres, que habían perdido todo descanso y se veían en todo momento expuestas a ser cautivas de los argentinos, abandonaron a sus maridos y huyeron a la Araucanía. Las pocas de ellas que tuvieron la valentía de seguir siendo fieles a sus esposos, los pampas, cuya estado actual es todavía de guerra con los españoles, estuvieron lejos de bastarles cuando volvieron a habitar sus anteriores lugares de recorrida. Y a pesar del gran número de mujeres que han capturado después y de las que siguen raptando cada día, la media es de una mujer por cada cuatro o cinco hombres.

Entre los araucanos, en cambio, el número de mujeres es muy superior al de los hombres. Las costumbres indígenas autorizan la posesión de muchas mujeres, y así se ve a hombres que tienen cinco o seis, y el gran cacique Calfucurá, con quien he vivido, tenía 32. Resulta de esta desproporción de número entre los dos sexos que la mayoría de los in- dios, demasiado pobres para darse el lujo de toda una compañía, se ven obligados a quedar solteros. No tienen relaciones más que con las mujeres que son libres, quienes pueden, sin verse expuestas a reprimenda alguna, acordarles sus favores. A pesar de esta extraña costumbre, no será poca la sorpresa del lector al saber que una vez casadas se hacen fieles a sus maridos y son muy buenas amas de casa.

 

Fragmentos del libro “Tres años entre los patagones”, de Auguste Guinnard

 

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