sábado, 27 de julio de 2024

En el país, ahora, hay mucha hambre. La hubo, con alzas y bajas, durante los últimos 30 años. Y los gobiernos argentinos no parecen ocuparse en serio del asunto.

Le decían el granero del mundo. En esos días que el presidente actual añora, hace ya más de un siglo, cuando –según él– “la Argentina era la primer potencia mundial” o “el país más rico del mundo”, el sistema era claro: las pampas generosas escupían cereales y carnes que se exportaban a montones, así que los pocos dueños de esos campos y esas vacas eran millonarios. La Argentina, ya entonces, no era un país rico: era un país con unos cuantos ricos, en el mejor estilo emiratí; los magnates argentinos eran, en esos días, jeques tan preciados y despreciados como estos, derrochando sus dones en París. Mientras, en su país, muchos pasaban hambre.

Ahora esa riqueza ya no está concentrada en los dueños de la tierra –que se desperdigó– sino en las extractoras y exportadoras de sus frutos, pero el mecanismo sigue siendo el mismo: un país que vive de la exportación de lo que ofrece su suelo y su subsuelo. Solo que ahora tiene 25 veces más habitantes que entonces, y muchos más pasan hambre.

El hambre es una vergüenza global, y ya no tiene siquiera excusas técnicas: hace medio siglo, en el momento histórico más importante que la historia nunca registró, el mundo alcanzó, por primera vez, la capacidad de alimentar a todos sus habitantes. Ahora nuestra especie sabe producir comida para 12.000 millones; somos 8.000 y, aún así, hay casi 1.000 millones que no comen lo que necesitan. Pero la Argentina es un caso extremo de esta vergüenza extrema: en un país que se dedica básicamente a producir comida –que supuestamente puede producirla para 400 millones de personas–, cuatro o cinco de sus 45 millones de habitantes pasan hambre. Sus chicos, sobre todo.

Es obvio que esa política no es eficiente: no cumple con su cometido. Los cálculos varían, pero son varios millones los que sí pasan hambre: varios millones. No tienen comida porque no tienen dinero, no tienen dinero porque ya no tienen trabajo –o porque sus patrones les pagan 200 euros al mes. Y la forma más habitual de paliar esa desesperación son los “comedores populares”: iniciativas de vecinos, partidos, parroquias y demás agrupaciones donde unas pocas mujeres cocinan para muchas familias los alimentos que consiguen. Hay, en la Argentina, más de 44.000 comedores populares registrados –casi tantos como escuelas públicas– y solían recibir vituallas del Estado para dar de comer a unos cinco millones de personas. Desde que el Estado cayó en manos de sus enemigos, casi todos los comedores han dejado de recibir comida, so pretexto de llegar al “déficit cero”: si el Estado no cumple con sus obligaciones más urgentes, más básicas, puede que lo consiga.

En los 80 días de gobierno del señor Milei, con sueldos congelados, los precios de los alimentos subieron 70 u 80 por ciento. Cada vez hay más personas que no pueden pagarse la comida; cada vez hay más que hacen cola en las puertas de los comedores; cada vez hay más comedores que tienen que cerrar porque no tienen nada que ofrecer; cada vez hay más personas que no comen. La situación es desesperante, pero el gobierno no se desespera. Este viernes su presidente inauguró la temporada legislativa con un discurso de 72 minutos que no incluyó la palabra “hambre”. Cuando le hablan de “emergencia alimentaria”, el gobierno habla de pavadas, inventa peleas o pactos forzosos para distraer la atención de este desastre: la comida impagable, los comedores cerrados, la distribución de alimentos detenida. El granero del mundo tiene hambre y su gobierno no se ocupa: su ideología no incluye asegurar que las personas coman. El asistencialismo no es una solución; su abandono puede ser un crimen.

El gobierno no actúa; tremendo es que la sociedad tampoco. Millones de personas dejan de recibir sus alimentos y no saben cómo reaccionar, no reaccionan; sus compatriotas tampoco. La agresión más directa, más brutal que un Estado puede infligirles a sus ciudadanos no recibe respuesta: hablemos, después, de sociedad quebrada.

Por Martín Caparrós, para El País

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