lunes, 22 de diciembre de 2025

Cómo para que no estén llorando Hipólito Yrigoyen y Raúl Alfonsín, dos radicales republicanos históricamente gigantescos, cuya amada UCR hoy está conducida por una insignificante “corporación de los malos”, compuesta por gente como Lousteau, Yacobitti, Morales y Angelici. Y el resto, recluido en tribus provinciales.

Los radicales no fueron moco de pavo. La UCR no fue un partido político más. Tiene al menos dos inmensos hitos históricos que adjudicarse: con ella se inició la democracia de masas en 1916 y con ella se inició la democracia republicana plena en 1983. Hipólito Yrigoyen y Raúl Alfonsín fueron sus fundadores, sus encarnaciones. Contó también la UCR con figuras eminentes tales como Arturo Frondizi, Arturo Illia y Ricardo Balbín. El primero, porque fue quizá el único que se animó a plantear programáticamente y a intentar llevar a la práctica un programa de desarrollo integral en la Argentina, y los otros dos porque sostuvieron contra viento y marea el ideal republicano inspirado en la Constitución de 1853 durante las décadas en que ese ideal fue ignorado por las fuerzas políticas, civiles o militares, que detentaban el poder.

No obstante, toda la importancia que tuvieron los radicales desde Alem a Alfonsín, o sea durante un siglo entero, la perdieron en lo que va del siglo XXI hasta convertirse en lo que son hoy, algo muy parecido a la nada misma, que, beneméritamente, podríamos denominar como intrascendencia.

Es cierto, sobreviven en algunas provincias e intendencias (aunque en cada vez menos, y cada vez más separados o aislados entre sí) y de radicales no les queda mucho más que el nombre. Más bien cada referente con dominio territorial estaría al mando de una pequeña corporación política que pelea nada más que por su feudo, imposibilitado de reconstruir algún proyecto nacional. E incluso, después de Juntos por el Cambio, ni siquiera de poder participar aún como socio menor en algún proyecto nacional. Porque para Javier Milei los consensos, los pactos, las alianzas y los acuerdos son palabras que no forman parte de su vocabulario, salvo cuando necesita algunos votos más para sacar (o derogar) una ley.

Más de una vez hemos dicho que durante lo que va de este siglo, la única Meca radical sobreviviente es la mendocina, donde además sus principales líderes fueron casi los únicos radicales del país que intentaron renacionalizar el partido, aunque con resultados frustrantes. Y eso que llegaron a ser presidentes de la UCR políticos mendocinos tan importantes como Roberto Iglesias, Ernesto Sanz y Alfredo Cornejo. Pero nada, el partido terminó en las manos de Martín Lousteau, un hombre cuyo currículum (más bien prontuario) de atrocidades políticas es tan grande que no es posible enumerarlo en una sola (ni en muchas) notas.

Tuvo de candidatos presidenciales en este siglo luego de la debacle monumental de Fernando De la Rúa y hasta la llegada de Mauricio Macri a la presidencia (donde se fusionó en una esperanzadora y sensata alianza con el PRO y con Lilita Carrió, que a la postre también fracasó como fracasa políticamente todo en este país) a dos personajes que con el tiempo se volverían kirchneristas fanáticos: Leopoldo Moreau (converso línea Cristina Fernández) y Ricardito Alfonsín (converso línea Alberto Fernández) y hasta uno que pidieron prestado a otro partido (Roberto Lavagna). Las urnas arrasaron, como era de suponer, con los tres.

El único evento político nacional trascendente del siglo XXI en que lograron ser los protagonistas principales fue de un sabor agridulce, contradictorio: el liderado por Julio Cobos. Quien un buen día, siendo gobernador de Mendoza, convocó a otros gobernadores radicales para firmar un pacto “transversal” con el entonces presidente Néstor Kirchner. Uno de los errores políticos más grandes de toda la historia del radicalismo, porque consistió en introducir el huevo de la serpiente populista en el seno del partido republicano por excelencia, aún en su ocaso. Fue tan pésimo el negocio que, en los hechos, los radicales mendocinos propulsores del dislate solo obtuvieron una vicepresidencia intrascendente a cambio de perder la estratégica gobernación provincial (no es que eso haya sido parte del acuerdo Kirchner-Cobos, sino que la división interna local del radicalismo permitió -gracias en enorme medida a las habilidades del quizá más grande “operador político” de la historia peronista provincial y nacional, el legendario Juan Carlos “Chueco” Mazzón- que el peronismo mendocino se quedara con la gobernación). O sea, cambiaron un BMW por un Fiat 600, para colmo con el motor averiado.

Sin embargo, como el espíritu de la historia sopla para donde quiere sin que ni siquiera los protagonistas de la misma sepan ninguna de sus direcciones de vuelo, a los pocos meses, el (previsiblemente) inexistente vicepresidente Julio Cobos fue empujado por el destino a tener que desempatar en el más crucial debate de la era kirchnerista, uno que podía definitivamente cambiar la historia para un lado o para exactamente el contrario. Y Cobos votó para el lado justo de la historia, por las razones que cada cual le quiera adjudicar. Ese voto, le permitió transformarse en uno de los políticos nacionales más importantes del momento. Odiado por los kirchneristas (primera medalla) y adorado por el resto (segunda medalla). Paradojalmente, Cobos fue a la vez el responsable del peor error histórico nacional del radicalismo en todo el siglo XXI, pero también el responsable del más grande acierto histórico nacional del radicalismo en lo que va del siglo XXI.

No obstante, aunque su decisión “no positiva” cambió la historia del país, no alcanzó para que el radicalismo volviera a devenir un partido nacional importante. Alcanzó sí, para reconstruir el dividido radicalismo mendocino y con el tiempo inaugurar una nueva era conducida por Alfredo Cornejo (quien también fue protagonista central de la saga nacional de Julio Cobos) que ya lleva tres períodos consecutivos al frente de la provincia.

Más intentos de renacionalización, algunos hubo. Todos impulsados por mendocinos. En 2015, Ernesto Sanz fue el principal propulsor radical de Cambiemos a nivel nacional. Y mucho más cerca en el tiempo, Alfredo Cornejo intentó crear, al advenimiento de Javier Milei, una nueva alianza nacional continuación de la anterior, pero ampliada: vale decir, sumar lo que quedaba de Juntos por el Cambio con el mileismo. Algo que sonaba bastante razonable al menos para ponerle punto final al kirchnerismo, pero no se lo escuchó, a nadie le interesó demasiado. En particular a quien esta vez le hubiera tocado ser el líder de la eventual alianza: Javier Milei, un anti aliancista por definición ideológica y conceptual.

Por lo tanto, hoy lo poco que queda de ese último intento de alianza nacional entre la UCR, el PRO y LLA es apenas un interbloque en la Cámara Baja con una quincena de diputados del PRO de los cuales la mayoría está entrenándose en salto de garrocha a fin de decidir cuándo se borocotizan hacia el partido único donde Karina Milei los espera con los brazos abiertos siempre que ellos se afilien con los brazos caídos y la cabeza agachada. Por su lado, los radicales de ese interbloque son apenas seis (un radicalismo que, literalmente, cabe en un ascensor) y para colmo, en lo único que le interesa al presidente Milei para tener presupuesto nacional (la derogación de la ley universitaria y la de discapacidad), estos seis radicales votaron la mitad de una forma y la otra mitad de la contraria (sin olvidar que varios de ellos, en las dos oportunidades anteriores en que se debatieron estas mismas leyes, votaron lo contrario a lo que votaron en esta oportunidad). Políticamente hablando, esquizofrenia pura, producto de una debilidad estructural por la cual se simula una alianza nacional que al partido de gobierno no le interesa en absoluto y los demás partidos la integran por mera y exclusiva sobrevivencia táctica. Un esbozo de alianza en la que ninguno de sus integrantes cree.

En síntesis, ¡cómo para que no estén llorando Hipólito Yrigoyen y Raúl Alfonsín!, aquellos dos prohombres de la República soñada, que supieron volar tan alto al comando de un avión radical históricamente poderoso, que acaba de elegir un nuevo presidente partidario (que aunque sea un referente formal del gobernador santafesino Pullaro) llegó con el aval y en representación de lo que en la jerga radical interna se llama “la corporación de los malos”, vale decir Lousteau, Yacobitti, Morales y Angelici.

Ernesto Sanz, que admite sin tapujos la crisis inmensa del radicalismo actual, no obstante, se aferra a una esperanza cuando nos dice: “Yo creo que hasta que no haya una opción de centro equidistante del populismo de derecha y del populismo de izquierda, no hay posibilidad de formar un sistema político viable en la Argentina”. Lamentablemente, a la vez Sanz cree que el problema de la oposición no kirchnerista a Milei es que no tiene candidato a presidente para el 2027 y que difícilmente pueda llegarlo a tener.

 

Por Carlos Salvador La Rosa, sociólogo y periodista, para Los Andes

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