domingo, 16 de noviembre de 2025
Monseñor José Fagnano

 

Habían transcurrido apenas tres meses del comienzo de las clases cuando un buen día el padre Fagnano propuso al maestro de música del colegio y organista de la parroquia, Félix Caperochipi, que organizara una banda de música. ¿Y los instrumentos? Fue la natural primera pregunta. Ya vendrán, respondió el padre Fagnano. No pasó mucho tiempo y el colegio tenía algunos cornetines, un trombón, un bombardino y algún que otro instrumento, lo suficiente como para un comienzo.

Ahora venía lo más difícil: enseñar a los indiecitos los arcanos de la música. Los primeros días los chirridos y estridencias fueron tales que los vecinos se quejaron, con sobrada razón. Pero el ruido atrajo a otros chicos del pueblo; mediante ellos, y entusiasmados por él, el padre Fagnano obtuvo que sus padres les hicieran llegar desde Buenos Aires nuevos instrumentos con los que la banda de chicuelos creció en cantidad y calidad. El entusiasmo aumentó cuando unos meses después el grupito de los más aventajados tocó una marchita fácil. A los seis meses de fundada la banda del colegio la componían veinte músicos con sus respectivos instrumentos.

Pero no podían faltar los que en lugar de aplaudir, como lo hacía la mayoría, los esfuerzos generosos de maestros y alumnos alimentaran sentimientos de envidia por ese sonoro éxito, y queriendo eclipsar los triunfos del emprendedor sacerdote, organizaron otra banda a la que denominaron significativamente “Banda de Garibaldi”, compuesta de hombres hechos y maduros. Al cabo de unos meses pudieron ejecutar un pasodoble y una mazurka; pero para ese entonces los imberbes bandistas del colegio estaban en la pieza número 50.

Los de Viedma naturalmente no quisieron ser menos. Se reunieron varios jóvenes y decretaron la constitución de una banda. Como no tenían maestro llamaron a don Félix Caperochipi, el mismo de la banda del colegio de Patagones. Así, debido a la iniciativa del activo párroco, que dio el Puntapié inicial, Viedma y Patagones tuvieron tres bandas de música para alegrar las fiestas y tardes domingueras y levantar un poco el ánimo de los pobladores.

Al regreso del general Villegas de su expedición a la cordillera se prepararon grandes festejos. Las tres bandas ensayaban a toda máquina. El vasco (Caperochipi), ni tonto ni perezoso, por lo que pudiera tronar, preparó las mismas piezas con sus dos bandas. Como era de esperar, llegado el momento de tener que actuar, como no podía dividirse en dos, tuvo que fundir ambos conjuntos. De esta manera tuvo el mayor grupo musical visto hasta entonces en la población maragata: 45 músicos. Con ellos encabezó la manifestación del día de la llegada del general y arrancaron con sus sonidos los mejores aplausos. Treinta de esos cuarenta y cinco músicos eran “los niños del padre Fagnano”, y no menos de una docena eran indígenas.

Esa misma noche tuvo lugar el acto central de homenaje. Acudieron, desde ya, las dos bandas, la de Garibaldi y la de los niños del padre Fagnano. Se alternaban tocando cada cual lo mejor de su repertorio. Fue una verdadera batalla musical que se prolongó hasta avanzada hora de la noche. Los veteranos habían calculado ganar la partida por cansancio, pensando que los niños, acostumbrados a dormir temprano, acabarían vencidos por el sueño. Pero el despabilado párroco los había madrugado. Sospechando lo que podía ocurrir los hizo dormir desde las 18 hasta las 20 horas, de modo que estaban frescos y con aire para un buen rato. Mientras los veteranos de la Garibaldi humedecían sus gargantas, secas de tanto soplar, con abundante cerveza y otras bebidas, los niños del padre Fagnano llegaban a su mejor momento, cuando no pocos de sus ocasionales rivales ya estaban fuera de combate. Fue un neto triunfo de los pequeños músicos sobre los grandes.

Este episodio, carente en sí de importancia, es sin embargo expresión fiel del ambiente en el cual tuvieron que actuar esos religiosos y cómo ellos no descuidaron ningún aspecto de la vida lugareña. Sabían proyectar y realizar grandes empresas, pero no descuidaban las menudencias de la vida diaria. Y fue así porque eran hombres en el más completo sentido de la palabra, presentes en quijotescas realizaciones misioneras y dispuestos a bajar a la arena del diario trajinar de la vida. Hombres de ese temple, identificados con el medio y las circunstancias, eran los que se necesita-ban para que su obra arraigara y dejara huellas imborrables que sirvieron de guía a los operarios de la segunda hora.

“Patagonia, tierra de hombres”, Clemente Dumrauf

 

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