lunes, 30 de junio de 2025

El conflicto en el sector pesquero sigue estancado. Lo que comenzó como una puja gremial por la actualización de condiciones salariales derivó en una parálisis total de la actividad, arrastrada por un cóctel de factores que pusieron al borde del colapso a toda la industria. Las empresas no producen, los barcos no salen, los marineros no trabajan y el Estado nacional no aparece como árbitro. En el medio, se pierden millones de dólares y miles de empleos están en riesgo.

El problema no es uno, sino muchos al mismo tiempo. Por un lado, el mercado internacional del langostino parece haber colapsado: cambió el hábito de consumo y la demanda global se retrajo, sobre todo en los segmentos premium. Cada vez se consume menos pescado, y mucho menos productos caros como el langostino salvaje argentino. A eso se suma que el mercado está inundado por el camarón de cultivo (vannamei) proveniente de Ecuador, India y Vietnam. Se estima que este año esas tres naciones producirán más de 3 millones de toneladas, contra las 200 mil de langostinos que produce Argentina.

Aunque el camarón de cultivo no tiene la misma calidad ni sabor que el salvaje del Atlántico sur, su precio en góndola es la mitad, y en un mundo donde el consumidor prioriza el bolsillo, la calidad queda relegada.

Además, la competencia es desleal: Ecuador, el principal productor, no tiene retenciones a las exportaciones y goza de acuerdos comerciales que le permiten ingresar a la Unión Europea sin pagar aranceles. Argentina, en cambio, enfrenta retenciones altas y aranceles del 12% para entrar al mercado europeo, uno de los principales destinos del langostino nacional.

En ese contexto de precios deprimidos y sobreoferta internacional, el tipo de cambio local quedó desfasado. Con un dólar oficial que no se mueve al ritmo de la inflación ni de los costos operativos, la rentabilidad desapareció. “Un dólar a $1500 corregiría todo, como ya pasó en otras crisis”, dicen desde el sector empresario. Pero hoy, esa salida está fuera del menú político del Gobierno nacional.

La otra parte del conflicto tiene que ver con el bloqueo en las relaciones laborales. El gremio SOMU, en plena campaña electoral interna, endureció su postura y rechaza cualquier propuesta de flexibilización o adecuación salarial. Las empresas, en tanto, no quieren ceder ni asumir pérdidas sin garantizarse condiciones mínimas de competitividad. El resultado: más de cien buques paralizados, plantas inactivas, y pérdidas millonarias que ya superan los 200 millones de dólares.

A esta altura, la falta de mediación estatal se convirtió en un problema central. La pesca no está en la agenda nacional y el conflicto parece librado al azar. Las provincias intentan armar mesas de diálogo, pero sin respaldo de Nación, todo esfuerzo se diluye. El resultado es una actividad estratégica –por el empleo que genera, por su potencial exportador, por su rol en las economías regionales– sumida en el abandono y la incertidumbre.

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