viernes, 14 de noviembre de 2025

A todos los indios, sin distinción de tribu, de rango, de sexo o de edad, les gusta embriagarse. El beber es considerado entre ellos como el súmmum de la felicidad, y por una copa llena de licor, que beben de un trago, dan de buen grado hasta sus objetos más preciosos. Cuando uno de ellos vuelve de algún viaje lejano y trae alcohol, toda la horda se arroja sobre él y no lo deja siquiera desensillar su caballo: al momento invaden su domicilio con la esperanza de degustar gratis una parte de este licor tan codiciado. El propietario de la ruca satisface en lo posible a todos estos “invitados”, a quienes hace la más graciosa acogida.

Cuando tienen bebida a mano, beben durante varios días consecutivos y a pleno sol, sin que su salud sufra en modo alguno; hasta conservan toda la memoria durante lo más fuerte de la embriaguez, y si el azar les ha puesto en las manos una botella, puede uno estar tranquilo en cuanto al contenido, que no se derrama nunca, debido a la costumbre que tienen de meter un dedo en el cuello de la botella y tomarla fuertemente entre los otros.

Nunca vi nada tan desagradable y extravagante que esta mezcla de hombres y mujeres salvajes, que hablan, cantan o gritan alternativamente, y se arrastran sobre las manos para tratar de robarse unos a otros algunas gotas de licor, o para insultarse en la forma más ruda. No es raro que estas orgías terminen a los golpes, pues los indios tienen, igual que los hombres civilizados, la irritante costumbre de elegir esos momentos para relatar sus hazañas. Y como en la narración de sus hechos ocurre frecuentemente que se pronuncia la palabra huinca -cristiano- , el odio que experimentan por estos últimos se traduce a menudo en espantosas confusiones, en las que hombres y mujeres que se creen atacados por los españoles, se matarían unos a otros inevitablemente, si algunos, menos ebrios o más razonables, no consiguieran desarmar a los revoltosos.

Los indios transportan el licor a lomo de caballo: lo ponen en pellejo de avestruz o de carnero, pero prefieren generalmente estos últimos, por ser más fáciles de preparar y de mayor contenido. Preparan también otros a los que dan el nombre de unekas y que resisten perfectamente la presión de las cinchas. Los hacen de la siguiente manera: degüellan los carneros, les separan la cabeza y retiran la piel de una sola pieza, practicando solamente una abertura desde el extremo de una de las patas traseras hasta la panza, por donde encuentran el medio de hacer pasar el cuerpo entero; enseguida hacen ligaduras en el cuello y en la parte trasera y después inflan la piel para esquilarla y lavarla: finalmente, después de hacerla secar, la suavizan frotándola entre las manos.

Los mamuelches son menos favorecidos que los puelches y los pampas, pues a veces pasan mucho tiempo antes de que puedan procurarse huinca pulcu -licor de cristianos-, pero no por eso les faltan medios de embriagarse muy frecuentemente durante el verano y el otoño, con la ayuda de bebidas de su propia fabricación. La naturaleza, que los priva de ciertos frutos que uno esperaría encontrar en los vastos bosques donde habitan, les da en cambio algunos de los que saben sacar partido: el algarrobo, por ejemplo, que sirve para engordar sus ganados y para fabricar licor, el trulcaue-piquino (piquillin)- y una especie de higo de Berbería cuyo sabor es sumamente agradable.

Los indios recogen gran cantidad de algarrobas que aplastan entre dos piedras y meten en bolsos de cuero llenos de agua, a fin de obtener el soé-Pulcus, bebida que dejan fermentar durante muchos días y sobre la cual se forma una espuma que quitan con cuidado; le añaden otra porción de algarrobas hervidas y lo mezclan todo agitándolo fuertemente. Esta preparación es bastante agradable y los embriaga completamente: pero no pueden beber mucho sin correr el riesgo de violentos cólicos y contracciones nerviosas que los abaten completamente, Comen también algarrobas crudas, pero con mucha reserva, pues este fruto aunque muy azucarado, contiene un ácido que les inflama los labios, las encías y la lengua, y les ocasiona una sequedad de vientre que impide a los menos razonables comer durante uno o dos días.

El trulcaue, conocido por los españoles con el nombre de piquillín, es por lo menos tan abundante como el algarrobo, y es mucho más apreciado por los indios que, igual que los niños, son muy afectos a las cosas dulces. La forma de esta fruta es ovalada; tiene el tamaño de un poroto. Las hay de dos clases: la roja y la negra. Su gusto es muy agradable, pero esta fruta es tan delicada que a la menor presión, toda la parte carnosa se transforma en un licor espeso. El arbusto que la produce no alcanza más de cuatro o cinco pies de altura. Es muy enmarañado, con ramas delicadas y flexibles, erizadas con una infinidad de espinillas que, cuando quiere hacerse la cosecha a mano, se rompen en la carne, donde la introducción de su ponzoña ocasiona pequeñas tumefacciones dolorosas. Las hojas son pequeñas, redondas y de un color verde claro. Si los indios se vieran reducidos a recoger esta fruta a mano, a pesar de toda su paciencia, no podrían satisfacer su ávida glotonería; por eso emplean un medio tan sencillo como cómodo, que los precave de toda pinchadura y les permite llenar en pocos instantes los saquitos de que se proveen para transportarlas: depositan al pie del arbusto un gran cuero sobre el cual hacen caer todas las frutas golpeando ligeramente cada rama con un palo. Cuando han recogido así una cantidad suficiente para sus necesidades, las tamizan con otro cuero de carnero, cuidadosamente pelado y perfectamente tendido sobre un arco, para separar las numerosas hojas y espinas que, pese a todas sus precauciones, se mezclan a menudo con las frutas. Terminada esta operación, y mientras comen, llenan pequeñas bolsas que cuelgan a ambos lados de sus cabalgaduras, y regresan al galope a su residencia, donde muchos perezosos, abusando del título de visitantes, van a regalarse a su costa.

A pesar de la presencia de estos glotones, la dueña de casa se hace resueltamente de la mayor parte, que vierte en un cuero de caballo redondeado en forma de vaso. Allí la deja fermentar durante cuatro o cinco días. Al cabo de ese tiempo, logra un licor azucarado y delicioso, muy análogo al jarabe de grosella, que también reúne a amigos que lo degustan con placer. El efecto de este licor, muy agradable al paladar, no tarda en hacerse sentir, pues embriaga casi instantáneamente. Sin embargo, las entrañas no sufren daño, en tanto que comer la fruta en cierta cantidad causa una irritación dolorosa y estriñe de tal modo que los indios tragan mucha grasa de caballo, su único remedio en estos casos.

Fragmento del libro “Tres años entre patagones”, de Auguste Guinnard

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