domingo, 26 de octubre de 2025

 

Con el deseo cotidiano de atraerme la buena voluntad de los salvajes con quienes vivía hacía ya más de un año y medio, conseguí, no sin penosa lucha en todos los instantes, hacer una completa renuncia de mis costumbres de hombre civilizado y copiarme de algún modo. Me hice hábil en todas sus clases de ejercicios: domaba sus caballos y los cuidaba tan bien cuando estaban heridos o enfermos, que casi siempre se hallaban en un estado de salud muy satisfactorio. Por lo demás, era para mí una verdadera felicidad prodigar mis cuidados a estos pobres animales, que mis amos indolentes, a pesar de su sórdida avaricia, hubiesen abandonado cuando estaban heridos. Experimentaba un placer indecible al ver con qué docilidad acudían a mi voz en lugar de huir precipitadamente como lo hacían cuando algún otro se aproximaba a ellos. Al percibirme desde lejos, los caballos se ponían a relinchar y venían, con gran asombro de los indios, que me felicitaban por ello, a reunirse a mi lado para recibir mis caricias. En esos momentos de desesperanza, en que me hacía falta cualquier afecto, me sentía casi feliz por este sentimiento de instintivo reconocimiento de su parte, que tenía para mí todo el precio de la amistad.

Mis amos, atónitos a menudo por la facilidad con que atrapaba yo los caballos a mano, cosa imposible para ellos, que los perseguían siempre con el lazo, me decían con amistosa consideración cuando querían uno: El meyuesa huinca conepale-kiñe potro. -Tráenos tal o cual caballo, tú que haces con ellos lo que quieres-.

Y para recompensarme, a mi regreso me hacían comer algunos bocados de carne que habían hecho cocer a mi gusto. Desgraciadamente, esos raros instantes de dulzura eran de muy corta duración, porque su instinto cruel reaparecía bien pronto, y me lo hicieron pagar caro más de una vez.

Había tenido ya muchos amos desde que me encontraba entre los pampas, cuando un incidente trágico, y de los más espantosos, vino a darme una terrible lección de prudencia y a exigirme el mayor disimulo. En una reciente y formidable invasión que habían hecho en la provincia de Buenos Aires, y sobre la cual dieron detalles los diarios franceses (en 1858), tomaron prisioneros a algunos argentinos jóvenes. Su suerte debió ser la mía, pero estos infelices niños, confiados en su costumbre de jinetes y su habilidad para orientarse en las pampas vecinas a sus provincias, concibieron la idea de recobrar la libertad, sin tener en cuenta los peligros a que les exponía su inexperiencia sobre el carácter de los indios. Se fugaron una mañana, pero sus amos los atraparon y los condenaron a muerte. Fueron colocados en medio de un círculo de hombres a caballo que los asesinaron lentamente a lanzazos. Forzado a ser espectador de esta terrible escena, vi a los asesinos, con un innoble refinamiento de crueldad, revolver las armas en cada una de las heridas de que habían cubierto el cuerpo de sus víctimas, mientras lanzaban alaridos de cólera feroz e imitaban las diversas expresiones de sufrimiento de sus rostros. Después desfilaron ante mí y me apostrofaron brutalmente, en tanto me ponían sobre el cuerpo sus armas enrojecidas por la sangre aún humeante de los pobres infortunados; al mostrármelas, me amenazaban con el mismo destino si algún día se me ocurría huir. En la imposibilidad en que estaba de socorrer a mis desgraciados compañeros de infortunio, me fue forzoso ahogar en lo profundo de mi corazón todo deseo de defenderlos o vengarlos, pero mi odio y mi horror por los indios acrecieron todavía más por toda la enormidad del crimen del que había sido testigo.

Dios, sin duda, permitió que el recuerdo de los míos y el de todos los horribles sufrimientos que soportaban cada día refirmasen mi coraje y me diesen la firme voluntad de librarme del yugo infame bajo el cual sólo me doblegaba por la fuerza, porque en adelante no alenté otro pensamiento. A los indios sólo mostraba un rostro calmo e impasible, sin dar curso a mi continuo dolor sino por la noche y en los raros instantes en que me encontraba solo. Con la idea de que los indios continuarían sus conversaciones en mi presencia, en tanto yo pareciese ignorar su idioma, fingí no entender nada y me ocupaba de cosas indiferentes durante sus charlas, en las que recogí una multitud de preciosas enseñanzas.

 

Fragmento del libro “Tres años entre patagones”, de Auguste Guinnard

 

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