sábado, 25 de octubre de 2025

Los indios son grandes amantes de los caballos. Tienen en gran estima principalmente a aquellos de los que se han servido ya en alguna incursión. Estos desgraciados animales, abrumados por la fatiga y las privaciones, terminan siempre muy flacos al regresar de esas expediciones, para desesperación de sus amos. Los indios, para hacerlos engordar, apelan a recursos muy extraños. Los derriban en tierra, les entreabren la boca, practican en el paladar varias incisiones, y después les hacen tragar a la fuerza cierta cantidad de sal pulverizada. Pretenden que en los caballos, como en el hombre, la sangre excita el apetito. No sé hasta qué punto puede ser bueno este sistema, pero es siempre comprensible que el empleo de la sal en estas circunstancias sólo puede ser favorable. Por lo demás, he observado que los caballos tratados como se explica engordan muy rápidamente.

Respecto de los potros que destinan a su alimentación, les extirpan muy hábilmente sus genitales a fin de engordarlos y hacer más delicada la sangre. Esta operación se hace por medio de un cuchillo. Toman la precaución de desanudar los nervios después de haberlos cortado lo más adelante posible; luego quitan toda la grasa que podría retardar el cierre de la herida, e introducen sal en ella. Terminada esta operación se esfuerzan por hacer correr dos o tres veces por día al potro a fin de que la sangre coagulada se desprenda de la herida. A pesar de la brutalidad con que operan, los indios obtienen siempre pleno éxito, pues la curación de los animales tienen efecto en un plazo de 10 a 12 días.

Las pampas hacen sufrir la misma operación a los carneros y a los terneros que quieren vender a los cristianos durante sus pasajeras relaciones.

Estos salvajes matan y descuartizan un caballo con la más perfecta destreza y la mayor prontitud. Después de haberlo aturdido con un golpe de locayo-boleadora-, se precipitan sobre él y lo desangran inmediatamente. Las mujeres recogen la sangre en una escudilla de madera donde la dejan enfriar después de haber retirado la albúmina agitándola con la mano. Durante este tiempo los hombres vuelven al animal, le hacen una incisión en el cuerpo desde la mandíbula inferior hasta el nacimiento de la cola, y desde cada casco trazan otros tajos que van a unirse al primero, dos en el pecho y los otros dos bajo la panza. Comienzan a desprender el cuero del pescuezo, del pecho y de las partes flacas con sus cuchillos, y terminan este trabajo solamente con las manos, tomando fuertemente el cuero con la izquierda y pasando la derecha entre el cuero y la carne. Cuando ha terminado la operación, separan la cabeza del tronco, sacan las paletas, abren el vientre de los dos costados a la vez hasta la extremidad de los ijares, que separan de un solo golpe de la columna vertebral después de haber cortado el nacimiento con la punta de sus cuchillos. Finalmente, sin ayuda de hachas ni martillos, dividen en dos partes iguales el tren posterior. En menos de diez minutos se ha terminado todo, y los numerosos espectadores, instalados en el mismo lugar, devoran con feroz avidez el hígado caliente, el corazón, los pulmones y los riñones crudos, que aderezan en la sangre, la cual beben enseguida.

El cuero de la cabeza sirve para hacer envolturas de boleadoras; la crin es cuidadosamente unida a la cola y reservada, como las plumas de avestruz y los cueros de todas clases, para cambiarlos a los hispanoamericanos.

Aunque tienen posibilidad de matar diariamente sus animales, los nómadas no comen durante el verano otra carne que la de las bestias que cazan. Si matan algún animal durante los calores, hacen secar la carne cortándola artísticamente en grandes hojas delgadas que ponen sobre los lazos tendidos, después de haberla salado por los dos costados. Las mujeres, que son quienes efectúan este trabajo, hacen generalmente grandes provisiones de esta carne, sea para ofrecerla a sus visitas como para entregarla a sus maridos cuando salen en expedición. Cuando se sirven de ella en el seno del hogar la humedecen con agua, que ponen en la boca y exhalan sobre la carne; después la aplastan entre dos piedras y la ponen en pequeños platos de madera que contienen grasa de potro derretida al sol, que sus huéspedes beben con gran placer después de haber comido. Este tipo de comidas, de las que participé mucho menos a menudo de lo que habría deseado, me causaron tanto jubilo como el mejor festín; comparadas con las de carne cruda y sangrienta que hacía la mayor parte del tiempo, me parecieron un verdadero regalo.

En ciertos parajes la carne del tatú es casi el único alimento de los viajeros. En toda la Pampa, como ciertas regiones boscosas, noté las cuatro especies siguientes: la primera es el tatú Encombert, en español quirquincho, en indio coferle; la segunda es el dasypustatuay, en español peludo, cuyo tamaño adquiere muy grandes proporciones y cuya caparazón tiene largas cerdas en todas las articulaciones. Este cuadrúpedo domina principalmente el lado oriental, donde encuentra para alimentarse una gran cantidad de raíces que los indios llaman saquel. Son pequeños tubérculos blancos, semitransparentes, cuyo interior es harinosos, semiacre y semidulce, pero cuya acidez desaparece con la cocción. Estos tubérculos, que sólo se encuentran en la tierra negra y rica, a unas pulgadas de profundidad, están siempre agrupados de a tres o cuatro y con el mismo tallo. Tienen la forma de óvalos o polígonos del tamaño de una avellana. El tallo no tiene más que una o dos pulgadas de alto. Es muy frágil y está guarnecido por gran cantidad de hojitas estrechas muy apretadas unas contra otras, y de un color a la vez mezclado de verde agua y rojo amarillento.

Los pampas son tan afectos al saquel como los mismos tatús. Recogen a veces una gran cantidad y los aplastan para sumergirlos en le-che; llaman saquel-chasi a esta preparación, que dejan fermentar; es una comida refrescante muy agradable y de las más alimenticias. A veces los indios, antes de aplastar el saquel para mezclarlo con la leche, como se ha dicho más arriba, lo dejan cocer durante unos segundos en el estiércol encendido. El peludo hace grandes estragos en este tubérculo; lo presiente como los cerdos presienten las trufas.

La tercera especie, el cachicame-mulo, que los españoles llaman mulita, no está provisto de pelo; difiere de las dos especies arriba mencionadas por la forma de la cabeza y de las orejas, que tienen mucha analogía con las de la mula. Se lo encuentra en cantidad inapreciable en la vecindad de las provincias argentinas y particularmente al noroeste de Buenos Aires, donde infesta las estancias-granjas, cuyos alrededores están generalmente sembrados de cadáveres de vacas abandonadas por los granjeros, quienes casi siempre las matan sólo para sacarles el cuero y cuya carne sirve de alimento a estos animales.

La cuarta especie, llamada mataco por los españoles, es mucho menos conocida que todas las otras. Se encuentra solamente al sudoeste de la sierra Ventana o también al norte de los mamuelches. Su tamaño es casi siempre el mismo, y jamás alcanza grandes dimensiones. Se alza mucho sobre las patas y corre a tal velocidad que a menudo se tiene mucha dificultad para atraparlo. Su lomo es muy arqueado, la cabeza aplastada y muy pequeña. Igual que el tatuay se alimenta de la raíz del saquel. Es muy fácil de apresar. Cuando se siente perseguido de muy cerca y está alejado de su cueva, su ingenuo medio de defensa consiste en hacerse una bola a la manera del erizo. La carne de todos estos géneros de tatú se come. Aunque negra, es sumamente delicada y tiene mucho más parecido con la de cerdo fresca, pero es mucho más ligera. Estos animales tienen entre la caparazón y la carne una espesa capa de grasa amarilla muy fina, de gran sabor y cuyo color, así como el de la carne, es más o menos pronunciado según la especie del animal y su género de alimentación. Es tal vez la única carne que los indios cuecen bien, porque hacen asar estos animales en su caparazón, sin desprenderlos de él.

 

Fragmento del libro “Tres años entre patagones”, de Auguste Guinnard

 

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