miércoles, 11 de diciembre de 2024

El presidente de Argentina aprovecha los desencuentros de su homólogo brasileño sobre la guerra en Gaza para proponerse a Washington como un aliado incondicional.

El Mercosur está tensionado por una simetría de obsesiva precisión. Lula da Silva y Milei mantienen una distancia muy difícil de encontrar en la historia de la relación entre Brasil y la Argentina. Lo que fue rivalidad abierta ahora es, por razones de prudencia, un contraste que se ha profundizado en las últimas semanas en el plano de la política exterior. Lula y Milei, que comparten la aspiración de ser vistos como actores globales, radicalizaron sus definiciones frente al conflicto entre Israel y Palestina. Ese contrapunto se proyecta sobre la escena doméstica de cada país, que está atravesada, en ambos casos, por factores religiosos.

La discordia entre el presidente brasileño y su colega argentino se alimentó durante el año pasado. En su acelerada carrera hacia el poder, Milei exhibió sin inhibiciones su amistad con el máximo enemigo de Lula, Jair Bolsonaro. Y Lula no sólo recibió en Brasilia al rival de Milei, Sergio Massa, sino que puso a su servicio a su propio equipo de campaña electoral. Milei calificó a Lula de “corrupto” y “comunista furioso”. Y Lula advirtió a Joe Biden que en la Argentina estaba en peligro el sistema democrático. Ese peligro, no necesito aclararlo, estaba representado por Milei.

El presidente de Brasil, contrariando una tradición invariable, no asistió a la asunción de su colega en Buenos Aires. Sí estuvo Bolsonaro, agasajado como una estrella. Pero Milei dejó de hablar de Lula. Ha tenido expresiones peyorativas hacia el chileno Gabriel Boric o el colombiano Gustavo Petro. Pero, al menos hasta ahora, excluyó al brasileño de su infierno. El calendario del Mercosur obliga a Lula y Milei a verse, en junio, cara a cara. Las cancillerías procuran evitar un entredicho.

La contradicción se mantiene, pero se volvió indirecta. El 8 de febrero, el argentino estuvo en Israel. Fue más que una visita diplomática. Tuvo el tono de una peregrinación espiritual que alcanzó su clímax cuando, abrazado a su rabino, director espiritual y embajador en Tel Aviv, Axel Wahnish, Milei se derrumbó en un llanto acongojado frente al Muro de los Lamentos. En ese viaje volvió a asegurar, siguiendo los pasos de Donald Trump, e incluso de una promesa incumplida de Bolsonaro, que trasladará la representación del país a Jerusalén.

Estas opciones geopolíticas hacen juego con un proceso subjetivo. Milei parece estar convirtiéndose al judaísmo. E interpreta su lugar en la política con categorías asociadas a esa fe. Por ejemplo, se presenta a sí mismo como Aarón, quien divulgaba las enseñanzas de Moisés: “Yo soy Aarón –dice—, pero el líder es mi hermana, Karina, que tiene las virtudes de Moisés”. También suele explicar que, “así como Moisés tardó 40 años en llevar al pueblo elegido a la tierra prometida, la democracia argentina me estuvo esperando a mí 40 años”.

Dos semanas después de la llegada de Milei a Israel, en una cumbre africana, Lula dijo que ese país estaba cometiendo en Gaza un genocidio similar al que ejecutó Adolf Hitler contra los judíos. De inmediato el gobierno de Benjamín Netanyahu lo declaró “persona non grata”.

La adopción por parte del presidente de Brasil de posiciones cada vez más categóricas llevan a muchos observadores a hablar de un “tercer Lula”, mucho más ideologizado, o mucho menos pragmático, que los otros dos, el del primer y el del segundo mandato presidencial. Hay una creencia generalizada en que el estilo de este nuevo Lula obedece a la influencia de Celso Amorim, su asesor personal en política exterior y, sobre todo, a Rosãngela, “Janja”, su esposa. Ambos giran alrededor de una premisa política determinante: la animadversión hacia los Estados Unidos.

La relación de Lula con Joe Biden prometía ser mucho más amigable de lo que es. El papel del gobierno norteamericano en la defensa del Estado de Derecho brasileño frente a los ataques de Bolsonaro, queda cada vez más claro a medida que avanza la investigación judicial. El 28 de julio de 2022, en plena disputa electoral, el secretario de Defensa de Biden, Lloyd Austin, declaró en Brasilia que lo que une a toda América es el amor por la democracia. Ahora se sabe que esas manifestaciones ocurrieron 23 días después de que Bolsonaro presidiera una reunión de gabinete en la que instó, con un lenguaje críptico, a llevar adelante acciones que impidan el triunfo de Lula. Es una incógnita inquietante el efecto que podría tener sobre Milei un eventual encarcelamiento de su amigo Bolsonaro.

Sin embargo, el respaldo de Washington al proceso electoral que lo devolvería al poder, no ha logrado sofocar la fobia anti-norteamericana de Lula y de su entorno. Esa alergia se expresa en estos días en las diferencias relacionadas con las acciones militares de Israel en Gaza. Hace dos semanas, cuando el secretario de Estado Antony Blinken visitó Brasilia, sus voceros se apresuraron en informar los desacuerdos acerca de esos ataques, que para Lula son equivalentes al holocausto producido por los nazis.

Milei aprovecha estos desencuentros del vecino para proponerse a Washington como un aliado incondicional. Así se expresa una convicción política, pero también un interés coyuntural: el gobierno argentino necesita del padrinazgo estadounidense en el Fondo Monetario Internacional. Pronto el ministro de Economía, Luis Caputo, estará discutiendo con ese organismo un nuevo programa de estabilización.

La posición de Lula en relación con el conflicto entre Israel y Hamás ha impactado en sus niveles de popularidad. Las encuestas indican una caída que es más pronunciada entre los evangélicos. En esa comunidad religiosa, poderosísima en Brasil, el presidente ha perdido encanto como consecuencia de su tensión con Israel o, para ponerlo en términos confesionales, con Tierra Santa. Bolsonaro, que ha tenido siempre una base muy amplia entre los evangélicos, encabezó una marcha bastante caudalosa en San Pablo, a la que sus simpatizantes concurrieron agitando banderas de Israel.

A medida que pasan los días, la simetría Lula-Milei se despliega también en este campo, político-religioso. El gobierno argentino está revisando por completo el modo en que la ayuda del Estado llega a los más pobres. Es una cuestión principal, en una economía corroída por la inflación y en la que más del 42% de las personas no satisfacen sus necesidades básicas. Como parte de esa reforma, la ministra de Capital Humano, Sandra Pettovello, resolvió sellar una alianza con las organizaciones evangélicas para canalizar parte de los recursos destinados a la asistencia social. El sector dominante de esas organizaciones está representado por pastores brasileños que, en su país, están ligados a Bolsonaro.

Sería un error reducir a un plano instrumental esta combinación entre proselitismo electoral y entramado religioso. El sociólogo Pablo Semán, en su libro “Está entre nosotros”, uno de los mejores ensayos sobre los procesos de profundidad que contribuyeron al crecimiento de Milei, ha radiografiado la cultura política que hace juego con el movimiento evangélico. Como si fuera un eco de esos trabajos, el periodista Celso Ming acaba de publicar en O Estado de São Paulo, un artículo defendiendo la tesis de que el evangelismo brasileño canaliza una visión del mundo individualista, emprendedora, de competencia casi darwiniana, tan ajena al trabalhismo brasileño como al peronismo, que encuentra modulaciones muy familiares en las consignas de Bolsonaro. Y que, en la Argentina, ofrece un relato muy adecuado al liderazgo libertario de Milei.

Por Carlos Pagni para El País

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