En la milla 17 Francisco gatilló. El radar Agave transmitió al Exocet la dirección y la distancia del blanco. El misil comenzó a bajar de su posición en el ala derecha, 660 kilos que se desprendían. Pero bajó bruscamente, como un peso muerto; parecía que iba a estrellarse contra el agua, aunque enseguida se encendió, estabilizó su posición, se puso en paralelo a las aguas y se dirigió hacia su objetivo.
La misión de los Super Étendard había sido cumplida. Francisco y Collavino giraron e iniciaron el escape.
Los cuatro A-4C debían seguir su vuelo para lanzar sus bombas. Debían sobrevolar al blanco.
El mar estaba encrespado, el viento hacía saltar nubes de espuma. Llovía. Los pilotos fijaron la vista en el misil. Siguieron la estela que producían los gases de combustión.
El misil era más veloz que los aviones y pronto lo perdieron de vista en el horizonte, totalmente gris. Al minuto de vuelo, a lo lejos, vieron la silueta de su blanco. Lo encontraron inmenso, majestuoso, una estructura de casi 200 metros desplegada en el mar. Dejaron de ver todo lo que pasaba alrededor. “¡El portaviones!”, le avisó por radio el alférez Jorge Isaac al teniente José Vázquez, jefe de la formación. Vázquez se había ofrecido como voluntario en esta misión y eligió al teniente Omar Castillo como numeral. El teniente Ernesto Ureta había elegido a Isaac.
A medida que se aproximaban, comenzaron a ver humo negro enrollado desde los dos lados de la torre del barco. Iba aumentando su densidad: el misil lo había impactado. Ahora lo tenían cada vez más cerca. Se juntaron los cuatro, entrarían por la popa. Atacarían dos de cada lado. A cinco millas del blanco, Isaac sintió una explosión fuerte en su cabina, pero enseguida advirtió que no era su avión. A su izquierda, a 150 metros vio un A-4C que caía contra el mar. Enseguida, más cerca del blanco, a un kilómetro, sintió un cimbronazo mucho más intenso a cinco metros de él. Otro A-4C se convertía en una bola naranja de fuego. El blanco, de la pista para abajo, ya estaba cubierto de humo. Viró a la derecha y comenzó a descargar sus cañones. Tenía 200 proyectiles. Siguió volando por el lateral de la nave y apretó las bombas. Ureta disparó dos o tres veces sus cañones, pero se trabó, levantó la trompa de su avión, atravesó el blanco enemigo, descargó sus bombas y giró a la izquierda para su huida. Cuando se alejó pegado al agua, la silueta de la nave no se veía más: estaba cubierta de humo. Isaac avisó por radio que había salido sin novedad, pero nadie contestaba. En el horizonte vio un punto que se acercaba, pensó que podría ser un Sea Harrier, pero reconoció a Ureta por el buzo color naranja. Entendió que Vázquez y Castillo habían sido derribados. Isaac relató las dos bajas al comandante del Hércules al momento del enganche. Desde Comodoro Rivadavia le transmitieron si había posibilidad de ir a buscarlos. Isaac afirmó que no había ninguna posibilidad de que se hubieran eyectados. El capitán Francisco fue escuchando la comunicación por radio de los pilotos de la Fuerza Aérea. Sabía que solo regresarían dos. Decidió con Collavino no reabastecerse e ir directamente a Río Grande. Tenían diez minutos de autonomía y les bastaban para seguir volando. La meteorología era buena. Cuando aterrizaron, los costados de la pista estaban llenos de gente. El comodoro Lupiañez los esperaba en tierra. “Hay dos que no vuelven”, dijo Francisco. Todavía no se había bajado de la cabina. El comodoro lo sabía. Se lo habían transmitido desde el Hércules. La misión conjunta del último Exocet AM-39 había dejado dos pilotos muertos y una nave averiada.
Francisco se bajó del avión y dio el informe verbal al capitán Colombo. Al día siguiente entregaría el texto escrito. Los dos pilotos de la Fuerza Aérea relataron por separado lo que habían observado. Ambos habían visto al portaviones Invincible con humo en la cubierta. Gran Bretaña nunca lo reconocería. Después Francisco se duchó, se cambió y esa misma noche voló a la Base Espora junto a Collavino en un avión Electra. Sentía un sabor amargo. Habían caído dos pilotos. Pero a la vez sentía cierta satisfacción por la misión cumplida. El resto de la escuadrilla también abandonó Río Grande. Ya no tenían más misiles. Habían descargado los cinco sobre sus blancos: el Sheffield, el Atlantic Conveyor y, aparentemente, el Invincible, en tres misiones.
Todavía existía la esperanza de que el Capitán Corti y el Capitán Lavezzo consiguieran misiles de Irán por intermedio de Libia
Fragmentos de “La guerra invisible. El ultimo secreto de Malvinas” – Marcelo Larraquy

