lunes, 21 de abril de 2025

La Argentina fue y sigue siendo un país dividido de un modo tan extremo que más que una Argentina son dos. Y mientras sigamos siendo dos Argentinas, no seremos ninguna. O seremos lo peor de cada una.

La Argentina culturalmente se caracteriza por haberse constituido, a lo largo de su historia, como dos Argentinas, una mitad contra la otra, donde una parte veía y sigue viendo a la opuesta como el enemigo a destruir, nunca como el adversario con el cual convivir.

Esa dicotomía explica mucho de lo que nos tiene trabados, paralizados en el tiempo, siempre volviendo a empezar, siempre convencidos de refundar todo cuando nos repetimos tanto que ya más que hartazgo, nos domina el cansancio histórico, aunque a veces, como hoy, lo disfracemos de furia.

Esa incapacidad nacional de que las dos Argentinas no se puedan transformar en una (ni por triunfo de una sobre otra, ni por conciliación o síntesis entre ambas) es aún más trágica porque luego de tantos fracasos históricos ya todos portamos a las dos Argentinas dentro nuestro, con lo cual, cada uno es a la vez lo que ama y lo que odia.

En la Argentina, con más facilidad que en otros países, las dicotomías tienden a fundamentalizarse, por la cual el que piensa de un modo cree que el otro piensa de otro modo porque es su enemigo (lo quiere destruir), porque es un loco (ha perdido la razón) o porque es un golpista (lo quiere destituir). Se nos hace a los argentinos casi imposible pensar que el que está enfrente puede ser una opción distinta a la mía, que no comparto, pero que eventualmente puede tener razón. O sea, enfrente solo hay enemigos, locos o golpistas.

Quizá la causa, y también el efecto de esta psicología social, sea el escaso respeto general a las reglas de juego, que son las que deben marcar la cancha para que las diferencias, aunque se consideren inconciliables, puedan convivir en lo público y colectivo.

El populismo, que es, básicamente, el desprecio o la indiferencia hacia las mediaciones institucionales y su reemplazo por la relación directa entre el líder y el pueblo, domina mayoritariamente todas las facciones. Y como los argentinos tenemos las dos Argentinas inculcadas en nuestro interior convivimos en contradicción, interna (personal, cada uno consigo mismo) y externa (colectiva, cada uno con respecto a los demás). En consecuencia, los constructores de síntesis o acuerdos son vistos como tibios, que no se la quieren jugar, cagones. Odiamos al “enemigo”, pero mucho más odiamos a los (pocos) que quieren que no haya más enemigos. Odiamos a los que no nos quieren dejar odiar.

Y, como suele ser clásico en los momentos febriles en que se enfrentan de modo extremo las dos versiones extremas de cada Argentina, los de un lado dicen sobre los del otro: “es que yo no tengo nada que ver con esos, no hay en ellos nada para recuperar, todo es malo”. Frente a eso no hay síntesis posible.

En particular por el desdén o indiferencia no sólo por las “formas” institucionales, sino también por su “fondo”. Lo que nos conduce al deseo de sustituir la república por la veneración casi mágica a un dios inventado al cual, durante su hegemonía, se le permite manejarse sin control alguno. La desesperación por coronar siempre un monarca el cual nos sirve para reverenciar un tiempo y cortarle la cabeza después. En él depositamos primero todas las esperanzas que deberíamos depositar en nosotros mismos, y de él después nos vengamos por los errores que cometió él y también nosotros, pero que no reconocemos como nuestros, sino sólo del chivo expiatorio que mañana odiaremos con tanta pasión como hoy veneramos.

Sin embargo, aún más lamentable que cada parte no vea nada positiva en la otra, son las coincidencias que tiene cada parte con la otra. Y no precisamente las positivas.

Si no fuera por todo lo que las facciones contrapuestas tienen en común y no se dan cuenta o no quieren o no pueden admitir, podría existir perfectamente un país con dos (o más) visiones enfrentadas sin que ese produjera ningún problema. Como ocurre en casi todas partes. Lo grave es cuando sus vicios son similares y todos se niegan a aceptarlo, combatiendo al enemigo externo sin advertir que también tienen dentro suyo (como enemigo interno) a ese mismo enemigo externo. O sea que ya estamos sintetizados, sin saberlo, pero por lo peor de cada uno.

Por ende, al ser los parecidos entre los enemigos muchos más profundos que las diferencias, todo se agrava. Porque las diferencias son de forma (en las ideologías), pero los parecidos son de fondo (en las prácticas).

Es que, reiteramos, los argentinos somos, a la vez, lo que amamos y lo que odiamos. Una cosa es lo que decimos (donde cada uno se diferencia absolutamente del otro, al que ve como su enemigo mortal) y otra la que hacemos (donde las prácticas son increíblemente similares). De tanto creer en nuestra propia bondad y considerar al adversario (o al que meramente piensa distinto) como el portador de toda la maldad, hemos terminado por adoptar los defectos de una y de otra concepción, en vez de sintetizar sus cosas positivas o aunque más no fuera reforzar lo mejor de nuestra concepción. No, preferimos atacar a lo peor del otro con lo peor de nosotros. Y eso ya se ha hecho carne psicológicamente hablando. Es como un drama interior, una tragedia donde conviven en la mente de cada argentino, dos Argentinas. Y cada cual ve en la otra nada más que al mal encarnado, incapaz de encontrarle alguna virtud.

De ese modo, en la lucha por su identidad (tanto personal como colectiva) cada argentino posee en su razón y en su sentimiento, vale decir en su espíritu, a dos opuestos donde ninguno puede imponerse sobre el otro y donde además ninguno quiere conciliar con el otro, algo así como un caso de doble personalidad. Y, por supuesto, eso cuesta horrores reconocerlo. Es obvio que cueste muchísimo admitir que en cada espejo de cada argentino se refleja uno mismo y su opuesto. Pero que ambos están, están.

Ahora, si las dos Argentinas, las que se expresan en nuestras luchas políticas dividiéndonos inconciliablemente, pero que a la vez se unifican contradictoriamente dentro del cerebro de todos y cada uno de los argentinos, se pudieran poner de acuerdo sintetizándose cada una con lo mejor de la otra, todo cambiaría. Ojalá algún día ocurra ese milagro, pero ni cerca estamos: por ahora, dentro nuestro las fuerzas contrapuestas siguen peleando como cuando están afuera. Libran un combate apocalíptico.

De allí un comportamiento esquizofrénico que mientras no lo superemos, no podremos, por más innovaciones económicas o tecnológicas que intentemos, salir del pozo y lograr progresar.

En tanto no cambiemos esa lógica, aunque Milei triunfe en su gobierno, lo más que podrá lograr es una economía viable con una política horrorosa (algo así como el Perú actual donde la macroeconomía funciona estable hace décadas, pero tiene a todos los presidentes que la hicieron funcionar, presos por corruptos). La existencia de opuestos (que no tienen en sus prácticas nada de opuestos, aunque ideológicamente estén en las antípodas) dispuestos a destruirse mutuamente, no puede permitir el desarrollo integral de un país, aún con una economía exitosa.

En fin, tenemos un problema a solucionar, específicamente argentino. Y eso no se logra librando “batallas culturales” (las que, además, hace dos siglos que las venimos librando, sin ganadores ni síntesis a la vista) sino eliminándolas.

No obstante, defender en la Argentina de las dos Argentinas las ideas que sostenemos en esta nota, es mucho peor que ser un represor, un terrorista, un facho neoliberal entreguista o una rata zurda y comunista. Es ser un tibio, un moderado, un acuerdista, un conciliador. Ya lo dijo esta semana el presidente Milei atacando con esta por demás sugestiva frase al periodista y escritor Jorge Fernández Díaz: “Su mayor odio hacia nosotros radica en su pasión por la tibieza”.

Eso mismo diría Cristina. Eso mismo sostuvo casi siempre el peronismo clásico, que a los tibios los vomita Dios. Y también el antiperonismo fundamentalista.

Y contra eso es muy difícil luchar. Pero la triste realidad es que mientras sigamos teniendo dos Argentinas, no tendremos ninguna.

 

Por Carlos Salvador La Rosa, sociólogo y periodista, para Los Andes

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