
En marzo de 1886 llegó a Santa Cruz el padre Beauvoir y así los horizontes de la Misión, y la casucha de tablas, se ampliaron. En una de las piezas comenzó a dar clase a los chicos de la población. El padre Beauvoir fue así el primer maestro de Santa Cruz.
En junio de ese mismo año el gobernador, Carlos M. Moyano, envió una comisión al cabo Vírgenes, sobre el estrecho de Magallanes. Era el tiempo de la quimera del oro. El naufragio del Artic había ocasionado el hallazgo del precioso metal y de todas partes llegaban al Estrecho; por lo común, hombres de aventura que poco o nada tenían que perder. El padre Beauvoir no quiso desperdiciar la oportunidad para ensanchar el radio de su acción misionera y se embarcó también él en el Villarino.
Había frente al Cabo, a unos 50 metros de la costa, un negocio. En él se hospedaron los de la comisión. En realidad oro había; algunos habían logrado reunir una discreta cantidad. El comandante del Villarino estaba impaciente por volver a Santa Cruz; pero la bravura del mar no se lo permitía. Olas como montañas parecían querer devorar la embarcación que se mecía lejos de la playa. Era imposible llegarse a ella con el bote. Pero Spurr tenía prisa y hubo que tentar.
Subieron al bote todos los pasajeros que estaban en el improvisado hotel. Seis marineros remaban a toda fuerza, luchando audazmente contra la borrasca. No habían hecho 300 metros cuando una ola imponente tumbó el bote y todos cayeron al agua, entre ellos el padre Beauvoir. Manoteando con la desesperación del momento, lograron llegar a la playa, chorreando agua que más parecía hielo: era el 21 de junio… y soplaba un viento infernal. Apenas pisaron tierra firme se pusieron a correr por la playa, no de alegría ciertamente, ni para gastar energías, más bien agotadas, sino para no congelarse. Los marineros pudieron poner a flote la lanchita y volvieron a tentar de llegar al Villarino. Pero las olas ganaron también el segundo round; de nuevo al agua, otra vez a nadar; ya en la playa reanudaron los ejercicios gimnásticos. ¿Qué hacer? ¿Volver a tentar de nuevo? los valientes tripulantes echaron por tercera vez el bote al mar, y como la tercera es la vencida, también esta vez se dio, y llegaron. El comandante Spurr los recibió con la mayor alegría; hizo levar anclas y el 23 de junio estaban en Santa Cruz.
A fines de ese año (1886) el padre Beauvoir viajó a Buenos Aires con el objeto de reunir recursos para construir la capilla. Tuvo que esperar hasta junio para conseguir pasaje en un buque; cuando por fin lo consiguió en el Magallanes, éste naufragó en Puerto Deseado y se perdió todo el cargamento. Los náufragos se refugiaron en las precarias instalaciones de la Subprefectura. Treinta y cuatro días esperaron que llegara un barco, mirando la llanura nevada. Al fin pudieron embarcarse en un buque chileno, el Mercurio; pero éste no tocó Santa Cruz sino que siguió a Punta Arenas. Dos días después continúa a Ushuaia; de allí a Santa Cruz.
Cuando por fin llegó a su destino, después de tan prolongado crucero, encontró al padre Savio extenuado; en el mismo barco éste partió para el norte y no regresó más a la Patagonia, donde tanto había sufrido. Murió al pie del Chimborazo el 17 de enero de 1893.
Debido a la presencia de buscadores de oro en cabo Vírgenes, se decidió trasladar la capital del Territorio a Río Gallegos a fin de que las autoridades pudieran ejercer un mejor control. Allá se fue el padre Beauvoir, como que era capellán de la Gobernación, para seguir enseñando mientras lo dejaron; porque el nuevo gobernador, Ramón Lista, viendo que el misionero enseñaba a los niños se lo prohibió terminantemente. Los alumnos de la primera escuela de Río Gallegos se desbandaron y el maestro buscó de ocupar su tiempo en otros menesteres. Recorría las pocas estancias que comenzaban a aflorar y hacía el bien entre los peones, puesteros e indios. Pero también eso se lo prohibió el gobernador, aduciendo que por ser capellán de la Gobernación no podía dedicarse a otras tareas.
Ante esta incómoda situación decidió dirigirse a Punta Arenas, residencia de Mons. Fagnano del cual dependía. Desde ese nuevo centro recorrió varias veces el territorio de Santa Cruz visitando las tribus del cacique Mulato, Calacho y Papón. Hace una detallada descripción de este cacique, sucesor del famoso Casimiro Biguá: “Un hombre semejante, habría sido sin duda un personaje si en vez de haber tenido por cuna el desierto patagónico hubiese nacido en alguna ciudad de la culta Europa y alcanzado la instrucción y educación a que su talento y méritos personales le hacían acreedor”.
Lo que no le había dado la cuna, tampoco se lo dio la sociedad que prefirió dejar a los indios abandonados a una lenta extinción, no pocas veces acelerada por la persecución y los vicios fomentados por los civilizados. Nuestros encumbrados estadistas de entonces se hallaban demasiado distantes como para apreciar las condiciones y disposiciones de los pobladores patagónicos autóctonos. Queda como único intento de elevar y dignificar a esa gente, el esfuerzo realizado por los misioneros del Evangelio librados a sus propios recursos, enfrentando toda clase de adversidades.
Fragmento del libro “Patagonia, tierra de hombres”, de Clemente Dumrauf