El español Pedro Sarmiento de Gamboa, el 16 de febrero que 1580, es el primer europeo en entablar relación con los naturales de la isla. Sarmiento fue enviado por el virrey del Perú a la zona con la orden de hostigar a las naves inglesas de Francis Drake y al mismo tiempo capturar algunos habitantes de ese territorio para que le sirvieran de intérpretes. Con este fin desembarcó en la bahía Gente Grande y enseguida encontró a un grupo de quince indígenas “sin otra vestidura más que el barro colorado como la sangre”. Los españoles les entregaron algunas baratijas y les dieron bizcocho para ganarse su confianza. A pesar de que fueron recibidos pacíficamente, los soldados se abalanzaron repentinamente contra el que estaba más cerca y lo capturaron con violencia, llevándolo a empujones al barco “para que fuese lengua” (Sarmiento, 1768: XLVI). Unos días después, el muchacho consiguió liberarse de sus ataduras y no dudó en arrojarse al mar, perdiéndose entre las olas de la vista de sus captores. Los indígenas con los que se topó el conquistador español pertenecían al pueblo selk’nam, también conocidos como onas, y ostentaban el indiscutido título de primeros pobladores de la isla de Tierra del Fuego, a la que ellos llamaban con el nombre de Karukinká y adonde habían llegado hacía 9.000 años procedentes del continente.
Debido a su elevada estatura, su apariencia robusta y su habla gutural y áspera, se los ha hecho descender de los aónikenk de la otra ribera del estrecho de Magallanes. Era un pueblo cazador-recolector, de vida nómada, que se desplazaba por un territorio delimitado denominado haruwen, formando grupos de no más de cien personas en los que no existían jefes. Los hombres se dedicaban a la construcción de sus armas, arcos y flechas, que empleaban para la caza del guanaco (Lama guanicoe) y que desarrollaron con una gran sofisticación. La importancia del guanaco era tal para los selk’nam, que este pueblo utilizaba una docena de nombres distintos para designarlo (Gusinde, 1982, 1: 254).
No se puede entender la historia de la Patagonia sin el guanaco, un animal perteneciente a la familia de los camélidos, ágil, esbelto, de patas delgadas y cuello enhiesto, muy común en toda la Patagonia y las islas más grandes del archipiélago fueguino. Vital para la supervivencia de los pueblos nómadas terrestres de la América austral, del guanaco se aprovechaba su piel y su carne, además de tendones y otros huesos para la fabricación de diversos utensilios de uso corriente. Moviéndose en tropillas que pueden alcanzar hasta los ochenta individuos, los guanacos son animales tímidos y extremadamente curiosos, siempre en alerta gracias a sus excelentes sentidos de la vista, el oído y el olfato. La irrupción de la ganadería ovina en la región, a partir del último cuarto del siglo XIX, modificó completamente el hábitat en su huida son capaces de franquear las de estos animales. Aunque alambradas, ejecutando saltos de una altura prodigiosa, la presencia masiva de ovejas desplazó al guanaco a territorios cada vez más inaccesibles, lejos del alcance de las flechas de los indígenas quienes se vieron así privados de su principal sustento.
Las mujeres selk’nam se ocupaban de transportar los palos y pieles para instalar la vivienda, de la caza de roedores, como el tuco-tucu o cururo (Ctenomys magellanicus fueguinus), y de la recolección de moluscos en las playas y de hongos, raíces y bayas en los bosques. Hay que tener en cuenta que los selk’nam eran una comunidad de cazadores-recolectores donde existía una clara división del trabajo entre hombre y mujeres. A los hombres se les enseñaba desde la infancia los rudimentos de la caza, la actividad más valorada dentro de la comunidad, lo que les permitía ejercer su predominio sobre las mujeres. Entre tanto, ellas se responsabilizaban de reunir plantas comestibles, maricos, leña, y de trasladar los enseres domésticos.
Como documentó el sacerdote alemán Martín Gusinde en su monumental obra fruto de cuatro meses de convivencia con los indígenas en los alrededores del lago Kami, a finales de 1920, los selk’nam tenían una vida espiritual repleta de ritos y tradiciones. El paso de la juventud a la edad adulta era escenificado por una ceremonia de iniciación, denominada Hain, que duraba varios meses y revestía una extrema complejidad.
Sin él saberlo, el joven que huyó precipitadamente del barco de Sarmiento inauguraba una época de hostigamiento del hombre blanco que concluiría, tres siglos después, con el aniquilamiento de toda la etnia selk’nam a causa del encuentro fatal con la “civilización” occidental. Es cierto que los selk’nam pudieron retrasar un poco más los letales contactos con los colonos debido a la tardía exploración del territorio que habitaban, la isla grande de Tierra del Fuego. Sin embargo, en la última década del siglo XIX los grandes estancieros lograrán enormes concesiones de tierras públicas de los gobiernos chileno y argentino, que rivalizaban entre sí para afirmar su presencia en la isla. La explotación de estas vastas extensiones, que ocupaban la mayor parte del territorio que habitaban los indígenas, significó, en unos pocos años, la completa destrucción del pueblo selk’nam. Con una población calculada en unos 3.500 individuos cuando comenzó la colonización de su territorio, cincuenta años después tan sólo quedarán menos de un centenar de nativos isleños, pereciendo el resto a causa de las matanzas, en muchos casos promovidas por los propios estancieros, y de enfermedades que les contagiaron los recién llegados. Aurelio Muñoz del Val, director de la misión salesiana de Río Grande, sintetizaba las causas de la extinción de los selk’nam: “han sido víctimas de aventureros y estancieros que se establecieron en su territorio. Después fueron vencidos por las enfermedades que les contagiaron los blancos y contra las que su cuerpo no pudo defenderse. La tuberculosis y el sarampión harán terribles estragos entre ellos […]. Los grandes propietarios les acusaban del robo de ovejas y, por eso, los cazaban como si se tratase de vulgares animales” (Spahni, 1971: 161).
Así, los fuegos que habían llamado la atención de los primeros colonizadores se extinguieron definitivamente tras la instalación de estancieros, misioneros y buscadores de oro en su territorio. Apagadas las hogueras por la furia civilizadora de los invasores, la isla grande de Tierra del Fuego iba a convertirse en una inmensa hacienda de propiedad particular cruzada en toda su extensión por ignominiosas alambradas.
Fragmento del libro “Menéndez, rey de la Patagonia”, de José Luis Alonso Marchante

