miércoles, 5 de febrero de 2025

La última gran inundación que padeció la ciudad de Buenos Aires en el Siglo XIX ocurrió en 1884. La Boca, Barracas, Palermo, Villa Crespo, Paternal y Los Corrales (futuro Parque de los Patricios) fueron los barrios más castigados. El Presidente Julio Argentino Roca visitó algunos puntos críticos y estableció que debía trasladarse el matadero, que funcionaba en Los Corrales a una zona menos inundable.

El 1888 un grupo de técnicos se dirigió a la ciudad de Chicago en los Estados Unidos con el fin de perfeccionarse en la tecnología de punta de las faenas. Es por eso que se resolvió que al barrio donde se emplazaría el flamante matadero municipal porteño debía bautizárselo con el nombre de Nueva Chicago. Sin embargo, la denominación popular, Mataderos, logró imponerse a la oficial. El club del barrio si adoptó el nombre de Nueva Chicago. Respecto del Mercado de Liniers, se lo llamo así por el barrio, aunque no estuviera en Liniers sino en su vecino Mataderos.

La idea de instalar el matadero municipal en una zona menos anegadiza funcionó muy bien hasta 1912, cuando las lluvias de junio transformaron al lugar en una Venecia Sudamericana. De todas maneras, allí quedo y a su alrededor creció Mataderos. Fue poblado por gente humilde, pero hace cien años era común que lo visitaran vecinos de los barrios más acomodados de Buenos Aires para participar de una ceremonia lúgubre. Llevaban a los hijos, hermanos o padres enfermos de tuberculosis o tisis para que bebieran una copa de sangre vacuna.

Arribaban al matadero municipal en tranvía o en un tren pequeño cuya locomotora era una réplica a menor escala de la célebre porteña. Ingresaban a pie por la misma entrada que lo hacia las reses, un barrial mugriento y se ubicaban en el borde del corral en donde los paisanos diestros con el cuchillo estaba matando animales. Estiraban sus brazos hacia el interior del chiquero alcanzando una copa de madera, de vidrio o inclusive de cristal, y suplicando que algún peón piadoso los atendiera. Existía la creencia de que al tomar sangre caliente de un animal recién faenado, uno podía curar sus dolencias.

Los trabajadores del matadero se referían a este triste contingente como el de los “extranjeros”. Un paisano le devolvía la copa llena de sangre, que hacían beber al pariente enfermo en ese mismo instante y luego le limpiaban la boca y los dientes con un pañuelo. Esta terapia desagradable la repetían cada tres o cuatro días.

Otra de las creencias habituales, que atraía a los “extranjeros” al matadero de Mataderos era que un dolor constante, como por ejemplo el reumatismo, podría aliviarse si se colocaba la parte del cuerpo afectada dentro del vientre aún caliente de una vaca recién sacrificada.

Los vampiros de los privilegiados barrios del norte acudieron a Mataderos hasta los años veinte.

 

Fragmento del libro “Historias Inesperadas de la Historia Argentina”, de Daniel Balmaceda

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