En 1950 Cañadón Lagarto era un páramo en el que sólo se erigían tres construcciones. Dos pertenecían al ferrocarril, y la restante a un particular. Era un boliche de ramos generales – vivienda; construido con chapa acanalada y techo a dos aguas. El aspecto exterior no resultaba llamativo, salvo por dos carteles de chapa adosados al frente, uno de bebidas alcohólicas y otro de cigarrillos “43”.
En la pared oeste, el incesante azote del viento había borrado todo vestigio de pintura.
En el interior, frente a la puerta de entrada, se situaba dispuesto a lo largo del salón un maltrecho mostrador de madera. El salón, que era bastante amplio, estaba casi siempre en penumbras. En los rincones se agrupaban algunas sillas y mesas dispuestas de forma desordenada. Sobre dos de las paredes se recostaban grandes estanterías repletas de mercaderías.
Por una puerta que daba al fondo del edificio se accedía a la vivienda de Rodolfo, su propietario. Era un hombre corpulento, algo regordete, de estatura mediana, con una incipiente calvicie y unos grandes mostachos que le cubrían medio rostro.
La quietud de la inmensidad lo había sumido en una calma sin fin, y veía pasar los días unos iguales a los otros.
El boliche había dejado atrás los buenos tiempos. Las botellas de bebidas alcohólicas permanecían largas temporadas alineadas en las estanterías, cubriéndose de polvo. Las numerosas gargantas sedientas habían desaparecido.
Los alrededores estaban minados con el rastro del antiguo y, alguna vez, populoso asentamiento humano: latas de aceite y conservas; botellas de todas las formas y colores; solitarios postes de madera que aún demarcaban lo que alguna vez fueron los cercos de las viviendas; ladrillos que formaron parte de paredes; y una enorme variedad de objetos de hierro que tuvieron los más diversos usos. En definitiva, un gran basurero-museo a cielo abierto.
En el paisaje abierto y solitario, el boliche-vivienda se veía vulnerable. Intranquilizaba observar esa construcción, que era como un frágil intruso en medio de la meseta hostil y desmesurada. Excepto la estación del ferrocarril, que tenía un fin claro y determinado, ese negocio en ese lugar no parecía tener sentido. Aparte de los estancieros vecinos, y de los ocasionales viajeros que descendían del tren para estirar las piernas, ya nadie circulaba por allí. Entonces cabría preguntarse: ¿con qué inquebrantable persistencia podía mantenerse ese comerció?
Roberto no se alejó cuando era el momento de buscar un nuevo horizonte. Luego fue tarde. Desde entonces tuvo que cargar con el peso de ser el último poblador, y ver con resignación cómo el presente del lugar se transformaba en irremediable pasado.
Los avances de la muerte de aquel lugar resultaban notorios. Aunque quizás, para aquel espacio era el retorno a su estado original, el que presentaba antes de la llegada del hombre. Implacable, Lagarto seguía su paso firme de desgarrarse de presencia humana.
Los días eran monótonos, siempre acompañados del incesante ulular del viento como música de fondo. Solo el arribo de algún tren traía presagios de un precario renacer.
Rodolfo charlaba con los viajeros, se enteraba de las últimas noticias, veía caras nuevas. Luego, otra vez, se sumía en la soledad poblada de infinitas distancias. Así, hasta la llegada de nuevos pasajeros, que siempre estaban de paso. Algunas tardes, mate de por medio, Rodolfo y el jefe de la estación sostenían charlas que se habían vuelto previsibles de tanto repetirlas. Cuando el jefe de estación iba de visita a alguna estancia vecina, Rodolfo aprovechaba para visitar a sus antiguos vecinos que descansaban bajo tierra. Los recordaba añorando los tiempos pasados.
Le angustiaba ver que algunas de las cruces comenzaban a sucumbir al paso del tiempo, las referencias de los difuntos se tornaban borrosas e ilegibles. En más de una ocasión, se esmeró en reparar a las que se negaban a seguir de pie. Una noche, como otras tantas, se acostó tratando de mitigar el frío. Le costó conciliar el sueño. No se sabe qué soñó esa noche, pero es ese sueño se le fue la vida al último poblador. El destino también le deparó ser el último poblador en el cementerio.
Fragmento del libro “Cañadón Lagarto 1911-1945”, de Alejandro Aguado