viernes, 4 de octubre de 2024
Poncho obsequiado a Nel por el cacique Galats

Las familias del valle sabían que cada tanto serían visitadas por los pobladores originarios, especialmente de las tribus de Chiquichano y Galats. Y cuando llegaban, querían recibir algún regalito, como pan por ejemplo y dejaban a su vez sus propios regalos que podían ser de lo más variado. Desde algo pequeño hasta un caballo o más. El padre de Nel le había advertido, que si estaba sola en la casa, no hablara con ellos, cerrara la puerta con llave y no les abriera. Que los nativos seguramente tomarían lo que necesitaban y se irían. Hecho muy natural en ellos como ya se vio anteriormente. Por otra parte, la niña sabía que su madre siempre tenía pan preparado por si ellos venían.

Pasado un mes del fallecimiento de su madre, Hannah Davies, Nel estaba en su chacra cuando una enorme nube de polvo le anunció la llegada de los nativos. Nel se encerró en la casa junto con Dyfrig que de casualidad ese día no había ido a la escuela. Éste se trajo adentro a su perro “Gladstone”, por temor a que se lo robaran. Esperaron mudos espiando por la ventana.

“Toda la tribu venía con su jefe al frente, era como si los estuviera guiando. Se los veía con mucha dignidad sobre esos caballos y todo el mundo estaba adornado con plumas de avestruz y todos vestían poncho o chiripá (…). Los dos no nos atrevíamos ni a respirar con la esperanza de que si ellos llegaban, vieran que no había nadie y se fueran. Pero el “Gladstone” no entendía nada y empezó a ladrar y ladrar y a hacer un ruido infernal, entonces ellos se acercaron a la puerta y gritaron: “poco bara, poco bara” (un poco de pan). A medida que todos gritaban era como un eco en el valle. (…) Pero seguían gritando y los niños del grupo estaban fastidiando la puerta, entonces el perro furioso, ladraba y Dyfrig desesperado, lloraba. Era tanto el desparramo adentro y afuera, que decidí abrir la puerta, y ahí me encontré el patio lleno de indios con plumas de todos los colores, gritando “poco bara”, todos juntos y en voz muy alta. No tenía ni un sólo pan en la casa para darles, la masa se estaba levando, casi listo para poner en el horno, tenía nada más que un pedazo chiquito de pan que había quedado en el fondo. Entonces se los mostré y en vez de tomar el pedazo de pan seco, todo el mundo empezó a gritar: “mamam, mamam”. Entonces yo les dije: -“mamá ha muerto”, era lo mejor que podía decir en el idioma de ellos.

Grupo de mujeres aborígenes con sus niños

De pronto se hizo un tremendo silencio, todo el mundo se calló, fue como si todo el mundo se hubiera caído de los caballos, hombres, mujeres y niños, avanzaban despacito hacia mí y todos con la cabeza inclinada. Uno empezó a hacer ruido, esta vez un ruido muy raro, como un lamento y entonces entendí, que ellos habían entendido y que era su forma muy muy antigua, primitiva, simple, de expresar su dolor. Después se fue levantando cada vez más el sonido y todos empezaron a cortar su piel con sus cuchillos hasta que sangraran y mezclaban la sangre con un poco de tierra. (…). Entre la pintura que ya traían, la sangre, el polvo y las plumas, se los veía como pequeños monstruos.

Y yo sentí como una satisfacción poco común, de que esta gente pagana podía demostrarme con ese gesto, sus sentimientos y notar cuánto necesitaba a mamá. Y comprendían mi nostalgia por ella. Cuando esto por fin terminó, el jefe se adelantó hacia mí, me tomó de la mano y muy despacito me dijo: (qué suerte que entendía su idioma)  “mi pequeña, toda esta tribu tehuelche estará lista para ayudarte siempre y yo ‘Galats’ seré un amigo mientras viva”. En ese momento se sacó el poncho y me lo puso sobre los hombros y me dijo: “éste es el pacto de una amistad para siempre, una amistad eterna”.

Era tanta mi sorpresa con este gesto, con este regalo tan inesperado, que no podía decirle nada. Ni siquiera le pude dar las gracias, y allí nomás sin ninguna otra palabra, se montó sobre el caballo y otra vez salió al galope hacia la soledad, dejando como una nube detrás. Y el jefe sin su poncho”.

Luego de semejante experiencia Nel no tenía ganas de hacer nada. Pensó que cuando lo contara nadie le creería. Se apuró a hacer todas las tareas, ordeñó las siete vacas (un trabajo enorme para su infancia), dio de comer a los demás animales, horneó el pan, cocinó la cena y esperó ansiosa la llegada de los hombres de la familia. Mientras tanto Dyfrig jugaba a los “indios” con el poncho por el patio y por toda la casa.

En cuanto llegó su padre, ansiosa le contó todo lo sucedido. “El jefe de la tribu se sacó el poncho y no habló de darme un regalo, me lo puso” – le dije.

“Te lo puso, no te lo dio de regalo. No, no estés bromeando”, contestó papá.

Eso era lo que yo esperaba. Pensaba que nadie me iba a creer esta historia. Entonces me fui, me puse el poncho y traté de caminar con toda la dignidad, pero por supuesto que lo arrastraba por el piso, porque yo era muy pequeña para esa altura. Mi papá se quedó mudo, pero tuvo que creer esta historia porque nadie podría olvidarla después de haber visto el poncho. Entonces me dijo: no le tengamos miedo a los indios nunca más, esto es una prueba de que también tienen corazón y ciertamente era un gran privilegio.”

Actualmente ese poncho de color negro con círculos blancos, está guardado adecuadamente para que se conserve en perfecto estado, en la casa de los descendientes de Nel en Gales. Está realizado en una lana muy suave y muy abrigada. Ellos lo cuidan como una reliquia. Muchos patagónicos que han ido a esa casa, lo han podido observar. Se ve que fue confeccionado para un cacique importante, como Galats, porque quien visitó a Nel en esa oportunidad, no era otro que este antiguo amigo de los galeses.

Del libro “Tehuelches y galeses”, de Stella Maris Dodd

 

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