Héctor Garzonio, nacido en Esquel el 28 de enero de 1928, cuando Esquel era casi una aldea, comenta sus orígenes.
“Mi padre era artesano, platero, joyero y relojero. En esos tiempos la gente de campo hacía muchas prendas de plata y oro, ya que su actividad era de gran rendimiento. Mi padre era oriundo de Guaminí, provincia de Buenos Aires. Mi mamá era hija de un exiliado uruguayo, escapado de una revolución, idealista, defensor de los derechos de los indígenas, ex estudiante de Medicina, que le imprimió al pueblo cosas de avanzada, culturales, primer director del periódico “Esquel”, creado a iniciativa de él y los Hermanos Morelli. Se llamaba Ángel Vicente Moré. Tenían chacras cerca del arroyo y la Av. Alvear y otra chacra en Valle Chico. En aquellas épocas anotarse en la oficina de tierras fiscales, facilitaba las tenencias o propiedades.” Y continúa: “Mi abuela era una mujer culta y pese a venir de buena familia, de vivir bien, se adaptó rápido a la vida rigurosa, hachar leña, criar hijos, ordeñar vacas.” Héctor se emociona cuando recuerda a su abuela.
La vida era simple pero incómoda. En su infancia no había luz eléctrica ni agua corriente. Vivian sobre la avenida Alvear, en una casa sencilla con bomba para el agua y letrina afuera.
La leña se compraba por catangos que la traían a domicilio, entera; luego, con el empleo de hachas y sierras se cortaba en cada casa. Era leña de bosques del Percy y de los faldeos cercanos al camino al lago (maitenes, chacay). Esas zonas hoy están raleadas no sólo por el corte, sino por incendios y rozas. “Yo veo ahora estos peladeros y me da pena.” No obstante, las dificultades, “La gente tenía mucha vida interior, lecturas, teatro vocacional, cine. Mi madre se ocupaba de que nosotros leyéramos. Así se superaban las limitaciones del aislamiento. Los chicos íbamos mucho a caballo, hacíamos cabalgatas, juegos tipo policía y ladrón y paseos.”
Leña para consumo y para los hornos de ladrillos. Leña, leñateros y catangos. Presencias cotidianas en las calles de polvo del Esquel de antes. Una vieja fotografía en blanco y negro permite ver un carro criollo cargado de leña sobre la avenida Fontana, cerca de la vieja Estación Terminal. Caja y ruedas de madera, el yugo trabajado a mano y hacha, anudado en las cornamentas. El hombre de pie junto a su herramienta fundamental, el catango, y el producto de su labor, la carga que se vende en Esquel. Uno de los últimos catangos, cuando el cielo de Esquel se llenaba con el humo sencillo de la leña usada en salamandras, cocinas y fogones hogareños. En los ambientes, el infaltable y característico olor a humo de las estufas. Al pueblo aún no había llegado el gas de red con los clásicos «zeppellines», antecesores del gasoducto cordillerano.
Garzonio recuerda “Al último catanguero”, Don Juan de Dios Payacán, que siente “… el esfuerzo de tantos temporales y nieve, de frío y de hambre.”, tanto como su “…yunta de bueyes pampas que acusaban en su esqueleto los días de invierno que soportaron; su andar cansino cargaban la fatiga de muchos años de hacha y camino.” El catanguero de Río Percy ya había cumplido 65 años y estaba cansado.
Menciona Garzonio que “Los Payacán, corridos por el fusil, como sus hermanos de raza, se instalaron en los campos de la margen Norte del Río Percy: allí sentaron sus reales, llegaron a ser fuertes económicamente, con haciendas y buenos campos, pero la falta de protección oficial y educación hicieron que su ignorancia fuera prenda fácil para el aprovechamiento de otros, de escasos escrúpulos.”
Textos del libro “Esquel…del telégrafo al pavimento”, de Jorge Oriola