La Estancia Lago Blanco a la que Gorraiz Belloqui denominó “una estancia del Far West”, décadas más tarde, los pobladores de la zona la rebautizaron como “el asilo de ancianos”. Don Cunningham le deba trabajo y vivienda a hombres mayores que ya no eran aceptados en otros establecimientos a causa de su edad. Varios de ellos coincidieron en vivir allí por los mismos años. Entre otros, ellos fueron: el capataz Guillermo “Willie” Doran, el excéntrico minero Mrs. Latt y Juan Lima, originario de Azul, provincia de Buenos Aires. Lima residió en la zona entre 1923 y 1943, año en que falleció; su oficio fue el de chofer de carros, pero sus últimos años los dedicó al cuidado de dos finos carneros reproductores. Su tarea consistía en evitar que se lastimaran en algunas de sus frecuentes peleas.
Otro habitante fue Vetteresano, un italiano que vivió por allí entre 1920 y 1946, fecha de su muerte. En la estancia le asignaron diversas tareas, tales como alambrador, albañil, cocinero y otras labores de mantenimiento de las viviendas. Con la edad, fue perdiendo progresivamente sus facultades, por lo que en una ocasión se extravió dentro de la estancia. Cuando notaron su ausencia fueron en su búsqueda y lo encontraron vagando, totalmente desorientado. Una enfermedad venérea que tardó en evidenciar síntomas, lo degradó hasta el límite de hacerle perder la razón, despojándolo del dominio de su voluntad y del libre ejercicio de su raciocinio. Nunca alcanzó a tomar conciencia de lo que le sucedió. Desde entonces su vida se sumergió en una oscura pesadilla. Cerca de su fin, Rubén Cunningham asumió el ingrato deber de ir todos los días a cerciorarse de su estado. Hasta que cierto día el cuerpo que reposaba en el lecho le indicó que era un cadáver. Tenía la piel blanca como la cera de la vela que iluminaba la habitación y el pulso ausente. Entonces fue en búsqueda del médico del pueblo para que certificara su fallecimiento. Ya en la estancia, el doctor lo sometió a una última y rutinaria comprobación de oficio: tomó un espejo y lo colocó a pocos centímetros del rostro de Vetteresano y, para su sorpresa, el vidrio se empañó. La agonía seguía prolongándose. Finalmente, al día siguiente, certificaron su defunción.
Todos fueron sepultados en el lugar que conformó el cementerio de la estancia. Allí también tenían su tumba una pequeña que no sobrevivió al parto, José Peña, que falleció en 1921 y Arturo Gómez, un peón chileno que murió en 1929 de un ataque al corazón luego de almorzar.
Guillermo “Willie” Doran
De su viaje a Montana en 1919, Jorge regresó acompañado por Guillermo “Willie” Doran, un irlandés algunos años mayor que él. Jorge necesitaba gente de confianza que hablara su idioma, y Doran se adaptaba a esa necesidad. En la estancia, el primer trabajo que le encomendaron fue el de cuidar ovejas en una zona alejada del casco, en un lugar conocido como “campamento El Pedregoso”. Para esa tarea le asignaron como compañero a Peña, un peón de origen araucano. Luego de una semana, Peña bajó al casco en busca de provisiones. Entonces Jorge aprovechó la ocasión para interiorizarse a cerca de la convivencia de los dos.
- “¿Cómo se llevan con Guillermo?”
- “Bien, nunca hablamos porque no nos entendemos. Cada vez que le digo algo, él agarra un librito y se pone a leer”.
Ocurría que el recién llegado Guillermo solo hablaba inglés. Entonces cada vez que Peña le decía algo, tomaba su diccionario de castellano – inglés buscando traducir el significado de las palabras para así poder entenderlo.
Guillermo Doran llegó para quedarse definitivamente. En la estancia ejerció todos los trabajos posibles, que iban de ocuparse de las labores más insignificantes a la de gran responsabilidad. Entre otras, se desempeñó como puestero, capataz y encargado. En su personalidad fue apacible, sumamente tranquilo, recto y agradable en el trato.
Más allá de los acostumbrados viajes que realizaban con Jorge una vez por año a Comodoro Rivadavia, fueron escasas las ocasiones que se alejó de la zona por largo tiempo. Una de esas ausencias fue cuando los Cunningham se trasladaron a San Isidro, en la provincia de Buenos Aires. Esta vez lo invitaron a ir con ellos y él aceptó. Allí residieron en una especia de palacete de dos pisos ubicado frente al hipódromo. Estando en Buenos Aires se enteró de la existencia de una sobrina suya que era religiosa y vivía en un convento en San Isidro. Entonces fue a conocerla acompañado de las mellizas Cunningham. Cuando la monja le preguntó si se había casado y tenía hijos, él respondió con orgullo que las mellizas eran sus hijas. A pesar de nunca haber formado familia, se sentía totalmente integrado con los Cunningham, fueron su familia sustituta y el centro de sus afectos. Así, también él fue el primer hijo de Jorge y una especia de tío de los demás chicos. Los chicos, lo apreciaban con devoción y él les tenía una paciencia inmensa cuando era víctima de sus travesuras. Por ello, tampoco sintió la necesidad de independizarse. Finalmente, luego de vivir un año en San Isidro, regresó a la estancia y perdió todo contacto con su sobrina. Más allá de los lazos de sangre, no se conocían.
Otra ocasión en la que se alejó de la estancia fue en 1951, para el casamiento de su ahijado, la última salida fue el 18 de noviembre de 1956, cuando sufrió un ataque al corazón y lo llevaron al hospital del pueblo de Río Mayo. Tenía 70 años, y de ese viaje regresó a la estancia para ser sepultado.
Murió pobre en lo material, pero en contraposición fue pródigo en afectos y su partida generó profunda tristeza a todos aquellos que lo conocieron.
Fragmento del libro “El viejo oeste de la Patagonia”, de Alejandro Aguado