Es de sobra conocido que el estilo de vida occidental actual es el que provoca más obesidad en la población, como consecuencia del sedentarismo en el que se ha instalado. Según explica el cirujano Arnold van de Laar en ‘El arte del bisturí’ (Salamandra, 2022), «ese estilo de vida nació hace mucho tiempo en algún lugar de la Antigua Roma, en una época en la que el sobrepeso era también un problema creciente, sobre todo, entre los jóvenes, como ahora».
A principios de nuestra era, Roma era la capital más importante del mundo y a ella llegaban incontables artículos de lujo procedentes de todos los rincones del Imperio. Una de las cosas más apreciadas en la ajetreada vida urbana era, por supuesto, la comida, y cuanto más exquisita y abundante, mejor. Los excesos eran tales que, en los banquetes de las clases pudientes, siempre había un esclavo que se dedicaba a inducir el reflejo del vómito, con un cubo en la mano, haciendo cosquillas en el paladar con una pluma. El objetivo era hacer hueco para el siguiente manejo, ya fuera cerebro de venado fresco, cuello de jirafa asada, trompa de elefante rellena, albóndigas de delfín, pasteles de lengua de pavo o útero de jabalí asado.
Uno de los jóvenes nobles que disfrutaba de estos convites era Lucio Apronio Cesiano, cuya historia recoge Van de Laar en su libro. Como tantos otros romanos de su generación, estaba claramente obeso. Su padre, un duro comandante del Ejército en Germania en la época del emperador Tiberio, no debía estar muy contento con el estado de forma de su hijo. «Al parecer era un curtido azote de los bárbaros y no le temblaba el pulso si tenía que diezmar una cohorte que se comportaba con cobardía en el campo de batalla», apunta el autor.
La vida en el campo de batalla, efectivamente, nada tenía que ver con la que su hijo disfrutaba en la gran ciudad, de un festín a otro: construir fortalezas, resistir las embestidas del enemigo y llevar una estricta dieta con las bellotas y los conejos que podían encontrar, en lo que Lucio Apronio se había convertido en un auténtico maestro. En el Senado de Roma lo sabían y, en el año 15 de nuestra era, fue recompensado con un ‘triunfo’ organizado en la misma capital del Imperio. Hablamos de la ceremonia civil y el rito religioso que se celebraba para consagrar públicamente el éxito de un comandante en la guerra al servicio del Estado, mientras Lucio hijo se dedicaba a vivir la vida.
Un soldado
En un momento dado, el padre decidió que este debía convertirse en un soldado como él y lo antes posible. Según los detalles contados por Plinio el Viejo en su enciclopedia ‘Naturalis historia’, publicada varias décadas después, ambos mantuvieron numerosas discusiones sobre este asunto y que el padre debió salir ganando porque Lucio hijo tuvo que someterse a una operación. Así lo relata el historiador en el capítulo 85: «Se dice que al hijo del cónsul le extrajeron el tejido adiposo para librarle de una molestia que le impedía caminar». El autor menciona esta operación para explicar que el tejido graso es insensible y no contiene vasos sanguíneos.
Según Van de Laar, esta operación debía llevarse a cabo con cierta frecuencia en el Imperio Romano. Y no debía ser descabellado, porque en el ‘Talmud’ se menciona que en la provincia de Judea se realizó la misma operación a un funcionario local muy corpulento que se encontraba al servicio de Roma: «Le dieron una poción para dormir y lo llevaron a una habitación de mármol donde le abrieron el vientre y le quitaron cestas llenas de grasa». El motivo en este caso tampoco era estético, sino funcional. Creía que debía reducirse el vientre no solo porque le molestaba durante la relaciones sexuales, también para «ser menos visceral y poder juzgar más sabiamente»
El autor de ‘El arte del bisturí’ cree que en estas operaciones no se abría realmente la cavidad abdominal, puesto que siglos antes Hipócrates ya había escrito que una intervención así era mortal y los romanos debían ser conscientes de ello. De hecho, la primera operación de este tipo no fue posible hasta 1809, poco después de que se inventara la anestesia. Antes, las posibilidades de sobrevivir a ello eran tan escasas que solo se intentaban cuando la urgencia lo requería, es decir, con aquellos estómagos desgarrados en plena batalla.
Condenados a muerte
En el siglo III a. C., los médicos Erasístrato y Herófilo de Alejandría recibieron autorización para estudiar la anatomía del abdomen en los condenados a muerte que todavía no habían sido ajusticiados. Por supuesto, tenían la ventaja de que no tendrían que cerrarles el corte a las víctimas después de la operación sin anestesia, lo que les debió provocar un dolor indescriptible, pero quizá no tanto como si hubiesen sido torturados. En la actualidad, para operar en el abdomen correctamente es preciso que el paciente esté tranquilo y no sienta nada, que no tense los músculos y que no se ponga a vomitar, además de que el cirujano trabaje en condiciones higiénicas y no dañe los intestinos.
Según aclara Van de Laar, eso no era posible en aquella época, con las víctimas retorciéndose de dolor, por lo que es probable que ni en el caso de Apronio ni en el del rabino Eleazar se tratase realmente de una operación abdominal. Debieron extirparles la grasa de la barriga, es decir, una intervención localizada entre la pared abdominal y la piel. En términos médicos, lo que se conoce como una abdominoplastia. En este caso, el cirujano cree que el hijo del cónsul debió irle bien, pues acabó convirtiéndose soldado, luchó en África junto a su padre y mantuvo después un estilo de vida saludable, hasta el punto de que fue ascendiendo hasta convertirse en en cónsul del emperador Calígula en el año 39:
«En tiempos de los romanos, una herida infectada todavía era una complicación que podía causar la muerte. Sabemos por otras fuentes que Apronio hijo tuvo una vida larga y próspera, así que en su caso la corrección de la pared abdominal debió de salir bien y no tuvo grandes complicaciones. En cambio, del rabino Eleazar se dice que sufrió mucho dolor durante los últimos años de su vida. ¿Serían complicaciones quirúrgicas?».