Era un clásico personaje de la ciudad. Muy difícil calcularle la edad, su estatura era baja, tal vez no pasaba el metro cincuenta y cinco. Morocho de grandes patillas, saco muy largo y gorra vasca que alternaba con una con visera. De oficios Lustrabotas profesional, según se consideraba. Recorría los hoteles, bares y fiestas. Cualquier lugar lo consideraba oportuno para su trabajo y para conseguir algún cafecito gratis o vaso de cerveza o de vino. No era alcohólico. Hacía apuestas que con los dientes levantaba una mesa común de bar, y efectivamente así lo había, yo lo vi.
En los carnavales era el primero en llegar disfrazado a los corsos y siempre con atuendos que llamaba la atención, pero dejaba un escape para que se supiera que era él. En una oportunidad se disfrazó de tortuga con una perfecta imitación del caparazón sobre su espalda. En cuatro patas y muy lento caminaba por el corso, realmente lo hacía muy bien, aparte era el ídolo de los chicos. Esa noche, mientras se desplazaba, y casi llegando a la esquina del Bar Español, en 28 de Julio y Mitre, se produjo una agresión con arma de fuego y una bala pegó muy cerca de donde estaba. Se asustó tanto, porque creyó que le tiraban a él, que salió corriendo hacia la plaza desparramando todo el disfraz que tenía encima. El comentario era después que nunca vieron correr tan ligero y desesperada a una tortuga.
La suerte de ver todos los días las proyecciones en el cine, porque en oportunidades era acomodador o recibía las entradas para ingresar le daba la posibilidad de aprender, para imitar con voz muy gruesa, las tonadas de los actores utilizando términos parecidos al idioma inglés, incluso sabía gesticular muy bien y movía las manos como los cowboy en el uso del arma y caminaba como los vaqueros. Demás está agregar que los niños contentos seguían su actuación.
Se sabía acercar al mostrador, hoy le dicen barra, del Hotel París y comenzaba a actuar conversando con los conocidos y llamando la atención de la gente foránea. Quienes no lo conocían, y naturalmente no dominaban el idioma inglés, se quedaban admirados por la capacidad interpretativa y creativa del lustrabotas.
Visitaba también en las noches la terminal de los micros de “Transportes Patagónicos” que hacía escala y luego de algunas lustradas se “echaba un sueñito”, en el invierno al lado de la estufa a kerosene, hasta que el encargado, Taboada, y después Felipe Tufoni, cerraba el local.
Vivía en una habitación precaria construida con chapas de latas de aceite, en un baldío de la esquina de Sarmiento y Alvear. Aseguran que le gustaba comer carne de gato, por eso no llamó la atención cuando un vecino le prendió fuego a su morada y de adentro comenzaron a salir los felinos.
Era educado y jamás se metía en problemas.
Tenía un megáfono grande, similar al de las viejas vitrolas, que lo había adaptado para ser escuchado desde muy lejos. Se paraba en las esquinas, mientras repartía los programas, anunciaba las películas que se iban a proyectar en el cine. También era el preferido para repartir los folletos en las promociones de los comercios.
Lo conocí cuando yo era niño, escuchándolo narrar aventuras que nos entusiasmaban, generalmente en la entrada del cine, mientras esperábamos que abrieran sus puertas, a veces también nos hacía demostraciones de magia.
El tiempo siguió transcurriendo. Muchos años después, en varias oportunidades, Calendario me lustró los zapatos a la entrada de los bailes, recordemos que las calles, y muchas veredas, eran de tierra y cuando llovía el barro se pegaba en las suelas, por consiguiente no había otra alternativa que desembolsar los 20 centavos.
Pero un día, imprevistamente, comenzamos a extrañar su presencia por las calles y los lugares que frecuentaban. El inexorable paso de los años también lo afectó a él.
Un amanecer de inverno, desde la casona donde estaba viviendo su ancianidad, y sin perder sus estilo que entretenía a sus compañeros, Calendario enfiló parsimoniosamente como fue si vida, hacia el cielo, llevando su cajoncito de lustrar como siempre, pintadito con logo de pomada “Cobra” y la tinta “Somerset”, lo mejores cepillos y la franela de dar brillo, aleteando con sus muecas, mescla de espantapájaros y ala delta, empujado por una brisa suave; seguro que el de arriba necesitaba al mejor LUSTRABOTAS PROFESIONAL para que le diera brillo a sus sandalias.
Extraído del libro “Nostálgico Puerto Madryn”, de Pancho Sanabra