martes, 1 de julio de 2025
El complejo ecuestre. Área de dispersión aproximada

Mientras la configuración cultural guaraní-jesuítica iniciaba su desarrollo en la llanura (Pampa, Patagonia y Chaco) se producía un proceso singular que tendría decisiva influencia en la historia posterior, los tehuelches y guaikurúes cambiaban su forma de vida. Dijimos antes que la expedición de Pedro de Mendoza había dejado algunas pertenencias en esta tierra: alrededor de cien yeguas y caballos que se internaron a disfrutar de las praderas. Y se multiplicaron en forma vertiginosa. Los primeros grupos de tehuelches septentrionales que se toparon con ellos los amansaron hasta hacerlos suyos. La unión hombre-caballo fue desde entonces una poderosa combinación que actuó como un revulsivo en el seno de la cultura.

En el período preecuestre el hábitat era reducido a consecuencia de la falta de movilidad. En el período ecuestre en cambio, el territorio se expandió en forma notable y las bandas llegaron a aglutinar hasta quinientos individuos. La estructura social pasa de la banda unilineal a la banda compuesta (conjunto de bandas unilineales). Las técnicas de caza colectivas se organizan de mejor manera, perfeccionándose con cercos de fuego y rodeo de animales. La incorporación del caballo en el transcurso del siglo XVII transforma la cultura; se ocupa más territorio; la organización social se torna más compleja; la institución del cacicazgo, antes laxo y que no sobrepasaba el nivel de la banda, se va convirtiendo en algo más general, desparramando su jefatura a numerosas bandas; el poder en el seno de la cultura pasa ahora por el grupo familiar porque el cacicazgo es hereditario y la tenencia de la tierra también recae sobre las familias. Una especial organización para la guerra a partir del uso de nuevas armas (ofensivas que reemplaza al tradicional arco y flecha) y defensivas (la armadura de cuero de caballo). Las actividades económicas empiezan a tener características depredadoras, porque las bandas se acercan a los poblados para robar el ganado que por aquella época también inunda las praderas.

También el rol de la mujer cambió en la cultura tehuelche. Comenzó a ocuparse más de las tareas de su grupo familiar y de la actividad de los toldos en general, liberada ahora de ser el medio de transporte de los enseres comunitarios, que pasa a estar a cargo de los caballos. Estos, finalmente, fueron también el nuevo alimento de las bandas. Este conjunto de modificaciones culturales fue denominado horse-complex (complejo del caballo o complejo ecuestre) en el entendimiento de que era lo suficientemente significativo el fenómeno como para singularizarlo de este modo.

En el centro de estos cambios, el incomparable adiestramiento de los caballos indígenas permitía a los guerreros tener ventaja sobre sus enemigos y al mismo tiempo garantizar una adecuada defensa de la vida comunitaria.

El indio corría el día entero, a todo correr, con el caballo enterrándose hasta la rodilla en el guadal o la arena, cayendo y levantándose, pero sin rodar o darse vuelta jamás y esto constituía la desesperación de los soldados que lo perseguían, los que a poco andar quedaban reducidos a la impotencia, pues el caballo que no se cansaba, o rodaba o se daba vuelta, inutilizando, muchas veces, el mismo jinete; por eso decía el General Mansilla que era inútil salir en persecución del indio cuando llevaba algunas horas de ventaja, porque era como correr tras el viento. Toda la mentada estrategia de los indios consistía en la resistencia, agilidad y vigor de sus caballos y en el conocimiento perfecto del terreno para llevar a las fuerzas regulares que los perseguían a los guadales o arenales, que ellos podían pasar, mientras que aquellas quedaban empantanadas y clamando que mandaran a relevarlas.

De los tres componentes de la cultura tehuelche, los septentrionales fueron los más impactados por estas transformaciones; entre los meridionales el “complejo ecuestre” no llegó a tener las mismas características que entre sus hermanos. Porque si bien existen puntos en común como la mayor movilidad, la mayor dispersión geográfica, la complejización de la sociedad a partir de la estructura en bandas compuestas, etcétera, no se dio un cambio tan sustancial en las actividades económicas. La forma “bandolera o de pillaje”, como definen algunos autores, no se dio entre los tehuelches meridionales. Ellos siguieron manteniendo las cacerías colectivas como actividad productiva principal, reemplazando eso sí la caza de guanacos y avestruces por la de caballos cimarrones que se encontraban en gran cantidad en toda la región.

No llegaron a tener una cultura organizada para la guerra, producto del enfrentamiento con los conquistadores y posteriormente con los colonizadores criollos. Y esto sobre todo en el caso de los aoniken, ya que los penken en determinados momentos, se aliaron con los tehuelches septentrionales participando de su estilo de vida.

Los onas, tercer componente del complejo tehuelche, jamás incorporaron el caballo, y mantuvieron su cultura tradicional durante mucho tiempo, recorriendo sus dominios de la isla de Tierra del Fuego a pie, como desde el principio de la historia.

En La Pampa y para los tehuelches se estaba produciendo un fenómeno que movilizaría aun más los patrones culturales de la región.

Por si la dinámica de los cambios fuera poca, ahora venían ellos, no tan extraños como los conquistadores, pero distintos.

A diferencia de estos, venían desde donde se ponía el sol, desde más allá de las montañas, desde Chile.

Nuestros tehuelches sabían muy poco de ellos.

Pero bueno, ahí estaban. Habían cruzado las altas cumbres, desafiándolas. Al principio llegaban en pequeños grupos, dispersos y cautelosos. Había que recibirlos. Pero ¿cómo? Pronto conocieron su nombre, se llamaban araucanos. Pero el enigma seguía: quiénes eran y qué buscaban.

La cultura araucana, célebre por su coraje, ampliamente demostrada frente a la penetración incaica primero y a la española después, ocupaba en el siglo XVI la porción del actual territorio chileno comprendida entre el rio Choapa al norte y el archipiélago de Chiloé al sur.

La integraban tres componentes principales: picunches (norte), mapuches (centro) y huilliches (sur), que presentaban una unidad lingüística y cultural. Tipificados por algunos autores como “los horticultores y pastores del desierto sudamericano”, todos los araucanos cultivaron la tierra, especialmente maíz y papa. En el norte, por la sequedad del clima, se había incorporado el sistema de riego, mientras que en las tierras boscosas se quemaban los árboles. Complementariamente se practicaba también la caza (pumas, guanacos, aves) y la pesca, especialmente en la zona de Chiloé. Se dedicaban además a la cría de llamas, de las cuales utilizaban la lana para la vestimenta.

El patrón de asentamiento era la pequeña aldea, y la vivienda (ruca) era de gran tamaño, rectangular y construida con maderas. Estas aldeas eran la base de la organización social araucana; cada una de ellas estaba a cargo de un cacique y un conjunto de ellas constituía una unidad mayor al mando de un toqui, jefe supremo.

La actividad bélica estaba sumamente desarrollada en el seno de la cultura cuya estructura social responde a ella: los jefes, los guerreros, el conjunto de la comunidad y los cautivos.

Eran comunes los enfrentamientos intestinos y esta práctica templó a la sociedad araucana en un fortalecimiento integral que le permitió soportar los embates de los sucesivos invasores de su territorio. Dentro de esta estructura interna la mujer se concebía como propiedad absoluta del hombre. Los caciques llegaban a tener hasta diez esposas y ellas, como la jefatura, eran heredadas por el hijo mayor o quien lo reemplazara en el cargo.

Sin embargo, esta aparente disminución femenina se contradecía con otros aspectos de la cultura; en efecto: el chamanismo, de notable desarrollo y con múltiples funciones de influencia en la comunidad (diagnóstico y cura de enfermedades, interpretación de los sueños, comunicación con las fuerzas sobrenaturales) era desempeñado fundamentalmente por mujeres, de gran prestigio, llamadas machi.

Los araucanos creen en la existencia de un ser supremo, Nguenechen, el dueño de los hombres, creador de todas las cosas y dominador de las fuerzas de la naturaleza. Se le dirigían rogativas para solicitarle favores, como comida abundante y vida prolongada: es el rito conocido como Nguillatún, que persiste en la actualidad y cuyo sentido aproximado sería “hay un Dios, por eso existimos”.

Fragmento del libro “Nuestros paisanos, los indios”, de Carlos Martínez Sarasola

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