viernes, 5 de diciembre de 2025

Algunas mujeres siguen también tras sus maridos en estas expediciones lejanas; sobre todo las de los caciques. Su papel consiste en reunir, con la ayuda de sus hijos, todos los animales dispersos, y arrear- los con presteza mientras la horda está en lucha con los soldados o los granjeros.

No podría imaginarse cuánta destreza y cuánta valentía despliegan los indios en esas circunstancias, aunque solamente disponen de armas en verdad primitivas. No retroceden jamás ante un ejército de tropas regulares. La fusilería, el mismo cañón, no siempre bastan para rechazarlos en sus agresiones. Se mueven en todos sentidos sobre sus caballos con una facilidad y una prontitud tales que muchas veces, cuando se los cree heridos asombra ver que avanzan de nuevo, más amenazadores todavía, revoleando sus lanzas con una velocidad y una maestría diabólicas. Cuando se encuentran con la caballería española atestiguan su alegría lanzando gritos feroces y horribles. A menudo lanzan por delante caballos indómitos a cuyas colas atan antorchas hechas con cueros secos o hierbas inflamadas que los hacen presa de una terrible locura que pronto se contagia a los caballos de los soldados, entre los cuales van a fundirse como un terrible huracán. Los indios aprovechan este desorden y se lanzan espontáneamente sobre el resto disperso de los escuadrones, a los que ultiman en una sangrienta carnicería. En cuanto a la infantería, de la que hacen poquísimo caso, pues los soldados argentinos son tan malos tiradores que parecen temer a sus armas de fuego, sólo la atacan en último término y la liquidan prontamente.

Cuando algunos indios caen en el entrevero son recogidos por sus compañeros, que los llevan y los curan en el camino; si sucumben durante el trayecto, son enterrados sin ceremonia alguna, pero los que mueren en su tienda, en el seno del hogar, son inhumados con pompa.

Cualquiera sea la forma en que un indio abandone este mundo los otros se niegan a creer en su muerte; pretenden que cansado de vivir siempre en esta tierra, el compañero, deseoso de visitar otras regiones, sólo por él conocidas, los ha abandonado con ese objeto. Lo cubren con sus más bellos adornos y lo tienden sobre el cuero que le ha servido de abrigo. A los costados ponen sus armas y sus objetos más preciosos, después de los cual lo envuelven en el cuero y lo atan fuerte- mente, con cortos intervalos, con su propio lazo. Ponen esta especie de momia sobre su caballo favorito, al que quiebran previamente la pata izquierda, a fin de que con genuflexiones forzadas aumente la tristeza de la ceremonia. A las viudas del difunto se unen todas las mujeres de la tribu; profieren gritos lamentables y lloran a una, más se interrumpen de vez en cuando para hacer oír un cántico de circunstancias, en el cual hacen el elogio del difunto y le reprochan amargamente su in- gratitud al abandonar a sus mujeres, sus hijos y sus amigos. Los hombres, tristes y silenciosos, las manos y el rostro pintado de negro, con dos grandes manchas blancas debajo de los párpados, escoltan a caballo el cuerpo, hasta la altura más próxima, en cuya cima cavan una sepultura poco profunda. Una vez dejado allí el cadáver, matan en el mismo lugar al caballo portador de los despojos de su amo, y luego sacrifican a varios otros, así como algunos carneros, destinados, según su superstición, a servir de alimento al muerto durante todo el trayecto que debe efectuar para alcanzar el fin de su viaje. Los objetos sin valor dejados por el muerto son presa de las llamas, a fin de borrar todo el recuerdo de él. Las mujeres, después de haber dado durante varios días seguidos las muestras del dolor más profundo, pues se golpean la cabeza con los puños y se arrancan los cabellos, acompañan a las viudas al domicilio de los padres respectivos, donde deben permanecer durante más de un año sin contraer ninguna relación ni otra unión, bajo pena de muerte para ellas y sus cómplices; costumbre a la que se adaptan escrupulosamente.

Se comprenderá que, para un esclavo como lo era yo, no era cosa de unos días, ni siquiera de unos meses, recoger las diversas observaciones que hoy pongo ante los ojos del lector.

Caído en manos de los poyuches, como lo he dicho, después de haber sido llevado al principio a las llanuras frías, salvajes y estériles del sur, donde los vientos impetuosos y las revoluciones súbitas de la atmósfera, caracteres inherentes a las extremidades polares de los grandes continentes, se manifiestan con mayor violencia acaso que sobre cualquier otro punto peninsular del globo, después de varios meses, vendido por mi primer amo a un segundo, y luego a un tercero, como se ha visto; de venta en venta, de tribu en tribu, digo, fui llevado insensiblemente hacia el norte, más acá del Colorado. Cambiar de lugar no era cambiar de condición ni de ocupación. Todos los días transcurrían largos y tristes para mí, y en el seno de los pampas mis sufrimientos aumentaron todavía más por la fastidiosa vigilancia a la que estaba sometido; de suerte que mi posición se hizo en verdad insostenible.

Si, durante el curso de la época buena, el espléndido espectáculo de la fértil Pampa y la variedad de mis ocupaciones se hacían a veces motivo de algunas distracciones inesperadas, muy pronto, por desgracia, el retorno del invierno devolvía las vastas llanuras, desnudas ahora y blancas del rocío, al aspecto más triste y desolador. Durante el día, la inmensa soledad que me rodeaba no se veía turbada más que por los gritos agudos de algunas aves de rapiña que se arrojaban sobre un cadáver en putrefacción que le disputaban los perros salvajes, o también por algunos animales dispersos y algunos grupos de nómadas a quienes se reconocía fácilmente por sus largas lanzas adornadas con plumas de ñandú. Por fin, de noche, los aullidos quejosos y prolongados de muchos miles de perros errantes, los rugidos del puma y del jaguar hambrientos, que repiten a los lejos numerosos ecos, componen con los sordos mugidos del glacial pampero la única y lúgubre armonía de las pampas.

Hacía ya mucho tiempo que estaba cautivo, pero no podía acostumbrarme a la vida de esclavitud que se me había impuesto. Tenía amos directos, pero todos los demás tenían derecho a darme órdenes cuando me encontraban en el campo. Hasta debía la más entera su- misión a los niños, cuya felicidad era hacerme objeto de todas las crueldades. Me lanzaban piedras con sus hondas o me arrojaban sus boleadoras contra el cuerpo con peligro de herirme; o aun, cuando es- taba a caballo, me enlazaban de uno de los miembros y se divertían en arrastrarme al galope de sus bestias; todo esto con gran satisfacción de sus padres, muy poco preocupados por el triste estado en que me encontraba a causa de estos juegos sangrientos. Cuando los indios se acercaban a mí en buena disposición de espíritu se divertían, como forma de cortesía, en ensuciarme el rostro con sangre o cualquier cosa que les cayera en las manos; a veces me tomaban de los cabellos y me los tironeaban en todos sentidos, hasta que el dolor me arrancaba algunas quejas, o bien hasta que les quedaba una cierta cantidad en las manos. Después de estas diversiones, que les eran muy comunes, me quedaba, a veces durante días enteros con la cabeza hinchada y dolorida, hasta el punto de no poder tocarme siquiera un cabello. La obligación en que me encontraba de sonreír con aire de contento y de alegría, bajo pena de ser martirizado más largo tiempo de esa suerte, me daba a veces accesos de cólera que por poco no terminaron por resultarme funestos. Las mujeres se libran igualmente, sea entre ellas o con los hombres, a este placer de agradable compañía, sin que ello va- ya en detrimento de sus cabelleras, que resisten perfectamente tan bruscos saltos.

Fragmentos del libro “Tres años entre los patagones”, de Auguste Guinnard

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