Las “dehesas” rurales de una suerte de estancia (de media legua de frente por legua y media de fondo) que circundaban las “chácaras” y el ejido del primitivo Buenos Aires, no fueron pobladas en su totalidad por falta de encomendados. Tampoco las estancias mayores del “despoblado”; o después de pobladas no tardaron en ser abandonadas por la misma causa. Apenas si en algunas “dehesas” y “chácaras” se producían bueyes para el acarreo, unas pocas vacas para el consumo de la ciudad y los caballos imprescindibles para el transporte y la guerra. La gran riqueza estuvo en la mina de cuero de los ganados alzados; y su medio de explotación fueron las vaquerías formales o clandestinas.
A fines del siglo XVII empieza a mermar, como he dicho, el ganado cimarrón obligando al cierre temporario por seis, cuatro o dos años de las vaquerías a fin de salvar la riqueza única o proteger a los matanzeros clandestinos. Contemporáneamente se extiende la cría de ganado doméstico. El Cabildo, titular eminente de la tierra municipal, otorga mercedes de estancias, pero no lo hace más allá del “despoblado” distribuido por Garay y abandonado por sus propietarios. Luego se recurrirá al dominio realengo del yermo, y el rey entregará en composición la tierra.
Nace la estancia, cuyas dimensiones fueron mayores de la “suerte de media legua por legua y media dada por Garay; las hubo de cinco, diez y más leguas en la reducida faja de diecinueve leguas de oeste a este por sesenta de norte a sur, que fue el “despoblado” municipal; las habría mayores en el yermo que se extendía más allá. Los propietarios -los estancieros- no fueron los descendientes de los primeros pobladores, que quedaron en las chácaras de reducida extensión del cinturón u orillas de la ciudad o se contrataron de peones con los nuevos estancieros; serían gentes “de posibles”, salidas de las familias de mercaderes -la “clase principal y sana” cuya hegemonía social y política era completa al empezar el siglo XVIII.
La propiedad del suelo se adquiría por merced o composición: por donación o por compra al rey. Una y otra consistían en trámites burocráticos largos y costosos: denuncia del bien vacante, vistas fiscales, informaciones, mensuras, tasaciones, pregones, remisiones a España, impuestos, etc., que no estaban al alcance de todos. La compra de particular a particular se hacía por poco dinero en 1700: una merced de una legua por legua y media valía 250 pesos plata Luján y 180 en Magdalena, pero aun este bajo precio no podía en ser pagado por los descendientes de los viejos pobladores. Su resultado fue acumular las tierras en pocas manos. Por otra parte, la compra debía aprobarla el Cabildo formado por los vecinos de la clase principal.
La estancia: patrón, mayordomo y peones.
La estancia recuerda una comunidad primitiva. El estanciero cumple las múltiples funciones de un jefe en las sociedades antiguas: es capitán de la milicia formada por los peones, legislador que dicta los reglamentos camperos, juez que da a cada uno lo suyo y pena las faltas a la convivencia con azotes o cepo, sacerdote que reza el rosario a la “oración” haciéndole coro familiares y peones, y casa y bautiza mientras no se haga presente el párroco de la lejana iglesia rural, médico que conoce las yerbas y sus propiedades curativas, y desde luego, gerente de la entidad económica que es la explotación pecuaria.
La mayoría de las estancias no estaban administradas por sus propietarios sino por mayordomos que ejercían en su nombre las funciones patronales. Apenas si el propietario las visitaba en la estación propicia o al celebrarse los grandes acontecimientos rurales, como la fiesta de la yerra para la marcación de los terneros y potros propios y aparte de los ajenos, que daba pretexto para visitas de vecinos, corridas de sortijas, juegos del pato y otros festejos camperos. El propietario, para mantener su rango social en la ciudad, debía poseer casa en ella y habitarla lo más del año: si no tuviera casa en “el centro y dejase de alternar con la sociedad urbana, perdería su rango decente. Solamente pocos estancieros se resolvieron a vivir en sus estancias y administrarlas directamente, sin dejar por eso de tener casa poblada en la ciudad, donde vivían la mujer y los hijos menores. Formaron una clase de gente arraigada al suelo -el patriciado y con prestigio en la clase popular: de ellos saldrían los caudillos rurales del siglo XIX.
Componen la población de la estancia, los “peones” (el nombre subsistió no obstante pastorear a caballo), que podían ser permanentes para las tareas habituales o “agregados” (jornaleros) en las extraordinarias. Eran blancos puros, de origen orillero y descendientes de los primeros pobladores. No hubo, generalmente, mestización ni mulataje en la pampa, por las condiciones indómitas del indio y porque el negro no resultó apto para las tareas de pastoreo. En el siglo XIX se lo llamará gaucho (el término tuvo un origen despectivo). El hijo de un peón permanente era también peón por derecho de “querencia” y cumplía las funciones pastoriles o formaba en la milicia de la estancia; acataba la autoridad del “patrón” (y en su ausencia del mayordomo), ejercida a título patriarcal, pue la ligazón de la “querencia” lo ataba con lealtad a la estancia y su jefe; la igualdad de orígenes raciales contribuyó en el litoral a esta lealtad. Cuando soltero era “peón de trabajo” y habitaba en la casona de la estancia; casado pasaba a “puestero”, construyendo un rancho de barro y paja el puesto, para cuidar mediante aparcería un rebaño vacuno o una majada de ovejas. No era agricultor, tarea que tenía en menosprecio, y la escasa huerta de la estancia o del puesto era cultivada por las mujeres, como también era trabajo femenino el tejido y labores de artesanía doméstica. Su alimento era la carne, yerba mate y zapallos de la tierra; desdeñaba las gallinas, y los reglamentos camperos prohibían la tenencia de estos “bichos sucios e inútiles”.
Fragmento del libro “Historia Argentina” de José María Rosa

