
Al día siguiente, nuestro despertar fue menos triste que los precedentes. Nos sentíamos menos débiles, sin embargo, nuestras piernas fatigadas no nos permitían caminar sino muy lentamente. La falta de alimento nos incitaba a hacerlo. Poco después tuvimos la dicha de reconocer un cambio en la naturaleza del suelo, que se hizo arenoso y estaba plantado de altas y espesas hierbas, llamadas en indio koeny, como las que se encuentran generalmente en las cercanías de los estanques; este suelo era menos doloroso también para nuestros pies ensangrentados.
Algo más lejos encontramos, efectivamente, un estanque, donde pudimos apagar por fin nuestra sed. Esto ya era mucho. A este primer hallazgo era preciso que añadiéramos otro, el de los alimentos, pues sin ellos, esta agua, que había sido un gran alivio para nosotros, debía hacer más insoportable la impresión del hambre. Por consiguiente, mi compañero y yo, tomando cada uno dirección opuesta, nos pusimos a explorar los alrededores del estanque. La primera tentativa había sido infructuosa; volvía desesperanzado cuando oí detrás de mí un ruido que me hizo volver la cabeza, entonces descubrí un puma que estaba acechando mis pasos. Aunque por su porte y altura, este animal en nada se parecía al león de África, cuyo nombre han tomado los americanos, su primera vista me hizo estremecer. Mi segundo movimiento fue apuntarle y hacer fuego, y tuve la suerte de herirlo en medio del pecho. La herida lo puso furioso y se arrastró hacia mí, pero afortunadamente estaba muy malherido y me fue fácil acabar de matarlo con mi puñal.
Al ruido de la detonación, acudió corriendo mi compañero, y pocos instantes después, acurrucados junto a una hoguera, en cuya llama calentábamos más bien que asábamos los trozos de puma, devorábamos juntos esta carne grasienta y muy fibrosa, pero que en nuestro estado nos parecía sabrosísima. Después de tantas fatigas y privaciones creímos indispensable un descanso de uno o dos días. El sitio donde nos hallábamos era favorable y nos quedamos en él. Como abundaba la hierba, nos fue fácil prepararnos un resguardo contra la intemperie, y también un lecho más cómodo y agradable que el de la hierba helada. Al segundo día había cesado la fiebre, pero en cambio empeoraba de tal modo el estado de nuestros pies, que no podíamos asentarlos en la tierra sin que nos pareciera que pisábamos pedazos de vidrio. No obstante, nos fue forzoso continuar nuestra marcha, y anduvimos otros tres días más, durante los cuales tuvimos la fortuna de matar una liebre y un gamo.
Pero estaba escrito que nos habían de afligir todas las desgracias, y que habíamos de sobrellevar en vano las terribles pruebas precedentes; otra más cruel aún nos estaba reservada.
Nuestra brújula, objeto tan precioso para nosotros, se había desarreglado en las aguas del río donde habíamos estado a punto de perecer, y desde entonces, por una extraña fatalidad, no la habíamos consultado, y era demasiado tarde para remediar el mal.
Era imposible sin embargo no reconocer nuestro itinerario. Sólo con examinar el entorno aceptamos que nos habíamos equivocado de camino. En lugar de ir costeando el territorio indio, nos habíamos metido completamente dentro de él.
Esta triste convicción nos afligió mucho; pero procuramos, sin embargo, cambiar de dirección, e intentar acercarnos a unas montañas que divisábamos a lo lejos enfrente de nosotros, y en las cuales esperábamos encontrarnos más seguros. Tuvimos la suerte de llegar al pie de ellas antes de que la tormenta, que ya amenazaba desde la mañana, estallara por fin. En una hondonada levantamos una pequeña choza con las muchas piedras planas que cubrían el suelo en este sitio. Allí permanecimos durante 48 horas sitiados por una horrible tempestad, alimentándonos con algunas provisiones procedentes de nuestras últimas cazas, pero sin aventurarnos a salir, pues, de todas las pendientes pedregosas que nos rodeaban, la lluvia y las ráfagas de viento hacían derrumbar verdaderos aludes de piedras. Cuando pasó la tormenta encontramos materiales para un buen fuego en las numerosas espinas de mamell ceton –especie de cardo- que erizaban el suelo, pero todos llevaban huellas de un incendio anterior. Ésta fue para nosotros una prueba irrecusable de la proximidad de los indios, pues sabíamos que tienen la costumbre de incendiar los campos que abandonan.
Antes de seguir la nueva dirección que habíamos adoptado, urgía que renováramos nuestras provisiones y volviéramos, al efecto, a la llanura, donde a nuestra vista un gran número de llamas tomaban el sol de la mañana.
Varias de ellas fueron heridas nada más que levemente, y favorecidas por la distancia y su agilidad, se nos escaparon. Sólo una que había recibido dos balazos nos pareció que no podría huir, y nos precipitamos en su seguimiento con todo el ardor que nos permitía la debilidad de nuestras piernas. Ya parecía que su carrera disminuía visiblemente, y nuestra esperanza de atraparla aumentaba cada vez más, cuando al llegar a una revuelta vimos con terror una partida de indios, que indudablemente buscaban una presa cualquiera, hombre o res. Lo mejor que podíamos hacer era volver a nuestra choza, y tuvimos la dicha de ejecutar este movimiento de retirada sin ser vistos.
Allí estuvimos durante dos días agazapados en nuestro escondite, temiendo ser descubiertos de un momento a otro y acometidos por un enemigo salvaje que desconoce la compasión.
El hambre nos obligó a salir al tercer día con el objeto de renovar nuestras provisiones. Ya habíamos recobrado alguna confianza en el porvenir, luego de que a poca distancia matamos a una cierva bastante grande. Yo estaba cargándola sobre mis hombros, cuando de improviso apareció un grupo muy numeroso de indios. Salían de todas las ondulaciones del terreno y, llenos de feroz alegría, dando gritos guturales y blandiendo sus lanzas, sus bolas -en indio, locayos- y sus lazos, nos rodearon por todas partes. Nada es más triste que el aspecto extraño de estos seres desnudos y montados en caballos briosos que manejan con salvaje destreza. Tenían sus cuerpos robustos y la piel negruzca y una espesa e inculta cabellera pendiente en derredor de su rostro, del cual sólo dejaban ver un innoble conjunto de facciones horribles que, con la adición de colores chillones, adquirían una ex- presión de ferocidad infernal. El resultado de una lucha entre nosotros y esta banda no podía ser dudoso; juzgándonos, pues, perdidos, miramos la muerte cara a cara, nos apretamos la mano exhortándonos a una buena y común defensa, e hicimos fuego contra los más adelanta- dos de nuestros enemigos. Uno de ellos fue herido, pero su caída no contuvo a los demás, que nos acometieron en masa; mi compañero, herido y sangrando, y abrumado por el número de indios, cayó para no volver a levantarse jamás.
Por mi parte, también me vi acorralado. Acababa de recibir una lanzada en el antebrazo izquierdo, cuando una de esas bolas de piedra que los salvajes sujetan con una larga correa me hirió en mitad de la cabeza, y me hizo caer en tierra, inconsciente. Recibí además otras heridas y golpes, pero no las sentí hasta que volví en mí y procuré levantarme sin poder conseguirlo. Los indios que todavía me rodeaban, viendo mis movimientos convulsivos, se disponían a poner término a mis sufrimientos; pero uno de ellos, suponiendo sin duda que de un hombre que resistía a la muerte tan bien se podría hacer un esclavo útil, se opuso a la voluntad de sus compatriotas. Después de haberme despojado de mis ropas completamente, me ató las manos a la espalda y me colocó sobre un caballo tan desnudo como yo, al cual me sujetó fuertemente por las piernas. Entonces comenzó para mí un viaje completamente terrible, y después de pasado siglo y medio, y en la otra extremidad del mundo, renové la espantosa correría de Mazeppa. La pérdida continua de sangre me hizo experimentar sucesivas angustias y flaquezas, durante las cuales mi cuerpo se bamboleaba como una masa inerte al galope desenfrenado de un caballo bravío aguijoneado por los bárbaros. ¿Cuánto tiempo duró este suplicio? No lo sé. Lo único que recuerdo es que al anochecer de cada día me colocaban en tierra sin desatarme las manos, pues sin duda temían los indios que, a pesar de mi triste estado, intentase fugarme o suicidarme.
Durante este viaje, que me pareció una eternidad, no comí absolutamente nada, aunque los indios me ofrecían, de vez en cuando, raíces.
Cuando por fin llegamos al campamento de la horda, me soltaron las ligaduras que habían atormentado mis pies y las manos, hasta el punto de que los sentía paralizados y ya no podía hacer uso de ellos. En la imposibilidad de moverme, permanecí tendido en tierra en medio de mis raptores; hombres, mujeres y niños que me contemplaban con feroz curiosidad, pero sin que ninguno de ellos pensara en proporcionarme el menor alivio. Solamente por la noche me trajeron de comer, pero no sentía necesidad ni tenía fuerzas para ello; lo que me daban, después lo supe, era carne de caballo cruda, el principal alimento de estos nómadas.
Esa noche y las siguientes mi mente se abrumó de ideas tremen- das. En mi insomnio, no se apartaba de mi mente el triste fin de mi compañero, y hacía mil conjeturas sobre el destino que me reservaban los indios. Me parecía lo más probable que me conservaban vivo para algún suplicio solemne. Sin embargo, no sucedió así. Aunque mi triste posición les inspiraba tan poca lástima que hasta se burlaban de ella me dejaron descansar algunos días sin exigir nada de mí. Así pude dar a mi cuerpo quebrantado algún respiro y mejorar algo el estado de mis heridas. Pero la completa desnudez a que estaba condenado me hizo sentir pronto sus naturales efectos: durmiendo en el suelo sin nada con que cubrirme, no solamente aumentó mi malestar, sino que ya no podía mover mis miembros, tenía dolores muy agudos. También el hambre me atormentaba, y después de haber intentado alimentarme con hierbas y raíces, tuve que resignarme a devorar esa carne llena de sangre que comían los indios. Cada vez que concluía esa comida tan repugnante, me sentía desfallecido; sólo con el tiempo conseguí sobreponerme al horror que este género de vida me inspiraba.
¡Cuántas veces, también, con mi ración de carne en la mano y reducido a disputar cada bocado de este asqueroso manjar a los perros hambrientos que me rodeaban, no se me ocurrió hacer mentalmente una comparación entre esta innoble comida y la mesa elegantemente adornada, cubierta de blancos manteles, ricas porcelanas y brillantes cristales, en derredor de la cual se sientan nuestros dichosos de Europa, y saboreando con indiferencia los manjares más delicados y los vinos más generosos, compiten en agudezas y dulces palabras!…
Fragmentos del libro “Tres años entre los patagones”, de Auguste Guinnard
