viernes, 9 de mayo de 2025
Coronel Ignacio Rivas y Juan Calfucura

La Batalla de San Carlos, el Waterloo del “Napoleón de las pampas”

A esta ideología racista se enfrentó finalmente Calfucura en la decisiva batalla de San Carlos de Bolívar, el 8 de marzo de 1872, cuando regresaba a Salinas Grandes tras uno de sus malones frontera adentro. Sus fuerzas arreaban un botín de decenas de miles de cabezas de ganado. Ello retrasó su avance y lo obligó a luchar a campo abierto, donde resultó ser más vulnerable.

Allí Calfucura viviría su propio Waterloo.

Su ejército estaba compuesto por tres mil guerreros, en columnas comandadas por: Renque Curá al mando de tropas guluche (gente de Gulumapu, actual Chile); Catricurá, al mando de tropas chaziche (gente de Las Salinas) y de la tribu de Pincén; Namuncurá, al mando de guerreros puelche (gente de la cordillera y Neuquén); y Mariano Rosas en la retaguardia rankülche (gente del carrizal, la Pampa).

Las fuerzas argentinas, por su parte, eran comandadas por el coronel Ignacio Rivas y estaban compuestas por 1.525 hombres. De ellos, al menos 800 eran guerreros de la tribu del cacique Cipriano Catriel y 140 obedecían al cacique Simón Coliqueo, ambos viejos aliados de los salineros y que buscaban ahora fortalecer su posición frente al Gobierno. La batalla fue cruenta y se prolongó por horas.

Pero vanos fueron los esfuerzos de Calfucura para derrotar a sus enemigos. Numerosas cargas de caballería e infantería lograron desorientar y confundir a sus guerreros, los cuales, acosados por los soldados y por las fieras lanzas de Coliqueo y Catriel, perdieron cohesión y disciplina.

Calfucura, el temible estratega, era derrotado por primera vez.

Solo escaparon de la muerte aquellos weichafe mejor montados. Con los cientos de rezagados y heridos, se cuenta, no hubo piedad. Tampoco con quienes arreaban, lejos del campo de batalla, las miles de cabezas de ganado. Sobre ellos cayó como un torrente la caballería winka, aniquilándolos.

Clave en la victoria argentina fue el empleo de armas de fuego de largo alcance y buena precisión de tiro. Calfucura no lo sabía, pero las modernas carabinas empleadas en San Carlos tenían un alcance de más de mil metros de distancia. Y si bien no eran automáticas, permitían una apreciable rapidez de tiro.

Los cientos de guerreros que a pie o cabalgando se arrojaron en oleadas contra los soldados chocaron esta vez con una verdadera cortina de fuego. Los disparos acabaron con ellos antes de siquiera poder usar sus temibles lanzas.

Esta experiencia militar, que por primera vez se recogió en San Carlos, demostró a los oficiales winka que con eficientes armas de fuego los mapuches si podían ser derrotados. Julio Argentino Roca sacaría de allí importantes lecciones. Las pondría en práctica años más tarde, una por una, en las campañas contra Namuncura, Purrán, Inakayal y Sayweke.

Pero Calfucura salvó con vida en San Carlos.

Fiel a la leyenda de estar protegido por una poderosa y mágica piedra azul, se cuenta que fue la naturaleza la que permitió finalmente su fuga. Lo dicen los partes militares. Que en plena persecución de sus tropas, pesadas nubes de tormenta se abrieron y una lluvia torrencial cayó sobre fugitivos y perseguidores, calándolos a todos hasta los huesos. Faltos de visibilidad y con el suelo ablandado, imposible les resultó continuar avanzando, aseguró el general Rivas a sus superiores en Buenos Aires. Sería reprendido duramente por el propio presidente Sarmiento días más tarde.

Este le reprochó el no perseguir al toqui hasta Salinas Grandes, distante a cuatro días a caballo desde San Carlos. Se cuenta que en su escritorio y mirando un mapa, el mandatario le enrostró que allí pudo haberse terminado para siempre la historia de Calfucura. La fuerte tormenta se lo impidió a Rivas. O tal vez aquella piedra azul a la cual debía su nombre tan célebre linaje.

Pero no nos engañemos. Más que una victoria militar argentina, San Carlos trató más bien de un malón, o, lo que es lo mismo, de un enfrentamiento entre liderazgos territoriales en pugna. Así lo consigna el militar y cronista del siglo XIX Estanislao Zeballos, quien no duda en adjudicar aquella victoria a la bravura de los guerreros de Cipriano Catriel.

“La derecha, confiada a Catriel, ofrecía un espectáculo grandioso. ¡Dos mil indios frente a frente! Catriel brillaba en el campo como un general cristiano, por su decisión, por su pericia, por su lealtad y por su heroísmo”, señala en su libro Calfucurá y la dinastía de los piedra (1884).

Zeballos, un ferviente apologista de la conquista militar, es autor además de otros dos libros ineludibles: Viaje al país de los araucanos (1881) y Painé y la dinastía de los zorros (1886). En conjunto constituyen una trilogía fascinante sobre el poder de los grandes caciques de las pampas y el verdadero Juego de tronos que posibilitó la derrota final de Calfucura.

Deteriorado su prestigio y desvanecida la leyenda de su bravura invencible, el gran toqui de Puelmapu se hundió en las tolderías de Salinas Grandes para no volver a salir. Fallecería tan solo un año más tarde, el 4 de junio de 1873, tras estar meses enfermo rodeado por los suyos. La última frase que se dejó escuchar de sus labios desde su camastro de moribundo fue “no abandonar Carhué al winka”, cuentan los cronistas.

Para Calfucura, el triángulo imaginario Carhué-Choele Choel-Salinas Grandes era clave para sostener el poderío de las parcialidades mapuche en Puelmapu. Salinas Grandes era el centro del poder político; Choele Choel, el paso natural de los arreos de animales para su traslado a Gulumapu y el comercio con las haciendas de Chile, y Carhué, la puerta de entrada al territorio libre. Por ello defenderla era vital.

Al entierro ritual de Calfucura consta asistieron caciques, ulmenes y lonkos “de los cuatro puntos de la tierra”. Cada uno de sus nombres los consigna el padre benedictino e historiador de origen suizo Meinrado Hux en su clásico libro Caciques huilliches y salineros (1991).

El general argentino Ignacio Garmendia, contemporáneo de Calfucura, escribió de esta forma sobre él en sus memorias:

Sesenta años vivió con la lanza en la mano, combatiendo por la independencia de la tierra de sus padres. La memoria de este indio extraordinario que en otro teatro más vasto y culminante, y con otra educación profesional en sus instintos guerreros, pudo irradiar los fulgores del genio, no ha de morir. Inmortal será como Lautaro (Lobos, 2008:61).

 

Fragmento del libro “Historia Secreta Mapuche”, de Pedro Cayuqueo

 

Compartir.

Dejar un comentario