El hombre que atesora los mejores recuerdos de Centenario tiene 70 años, cinco hijos, 14 nietos, una larga barba blanca, una casa convertida en museo y una historia que enlaza a su bisabuelo que fue parte de la “Conquista del Desierto” y por eso le dieron miles de hectáreas en Rincón de los Sauces, a su padre albañil que era capataz cuando una gran explosión sacudió las entrañas del Auca Mahuida en 1947 y murieron 15 mineros , a Don Vito, el italiano que en los ’70 le dio empleo en la sodería y le enseñó la diferencia entre los inmigrantes y los gauchos a la hora de ahorrar, a los 16 años en YPF que siguieron y las palabras del Ruso, aquel ingeniero que en los 80, cuando hacían mediciones sísmicas, decía que todo iba a andar bien en Vaca Muerta mientras no le tocaran el corazón. A sus cinco años como colectivero cuando además de manejar debía cortar el boleto, dar el vuelto y acordarse de avisarle a la señora de la parada en la avenida. Y a otros cinco años para medir el agua y el aceite de la flota de 120 unidades de Indalo, propiedad de Cristóbal López, el empresario que cada tanto pasaba rápido en una camioneta y ese era el único contacto: verlo pasar.
Ahora, ya jubilado, Don Orlando Morales tiene más tiempo para dedicarle a la pasión a la que destinó cada minuto libre de su vida: la historia de su querida Centenario, que crece y crece a 15 km de la capital provincial, hoy cumple 100 años y con más de 80.000 habitantes es la segunda ciudad de Neuquén.
Ahí están, en las paredes, el primer acordeón que sonó en la colonia, la regla T que supo usar el ingeniero Ballester cuando hace un siglo se construyó el dique que permitió crear un valle en el desierto, las ilustraciones y los poemas dedicados a los pioneros, los sifones, las cajas registradoras, la escopeta de dos caños para cazar palomas, las herramientas de los primeros chacareros, los guantes de Javier Berra, el arquero que llegaba a casi todas y los de Bruno La Bestia Godoy, el campeón de boxeo y hoy entrenador que prometió traerle también la bata.
Bien arriba, entre tantas maravillas que pasan a ver los chicos de las escuelas o él describe cuando lo invitan a dar charlas, brilla la foto del Trucha, aquel percherón que se desataba furioso cuando le sacaban el arado y le ganó una cuadrera inolvidable a un auténtico caballo de carrera que llegó de Chile para euforia de la paisanada que se había jugado el sueldo y revoleaba los pañuelos.
La historia late en esta esquina del centro de Centenario donde estacionó el Ford A de 1930 con el que recorre la provincia y hace poco estuvo en el norte neuquino y llega a los 100 km/h. «Hasta Las Ovejas llegamos con esta máquina», dice. “¿Si anda bien? Vea”, responde y hace rugir el motor junto a su sobrino Gael, que anda de aquí para allá con su colección de autitos antiguos, mientras el sol de primavera es una caricia y el viento levanta polvareda.
La historia late aquí, solo es cuestión de pasar, mirar, escuchar. Para emocionarse, para saber, para pensar.
Colonia Los Piojosos
Cuenta don Orlando que así les decían los nariz parada de Barda del Medio a los gringos de Colonia Centenario cuando todo empezaba y llegaban a pie, transpirados y con alpargatas, la camisa sucia de tanto emparejar y sembrar. Y de caminar aquellos nueve kilómetros en el monte para comprar provisiones en los cuatro ramos generales construidos al calor de una monumental obra que cambió el destino de la región: el dique Ballester que permitió regar 60.000 hectáreas al norte de la Patagonia y así crear un valle en un desierto. Tenían para presumir hasta esos chalecitos estilo inglés donde vivían los británicos del ferrocarril.
-Estos son de Colonia Los Piojosos -los chicaneaban cuando los veían. No era el caso del Turco León, que cuando caían los gringos al almacén y le pedían comprar a cuenta primero mandaba a su hijo a ver cómo estaban sus tierras y después a ver en qué las habían mejorado. Tenía una regla de oro: sin avances no daba nada. Pionero a su manera del crédito que desarrolla, con esa información les dejaba llevar la mercadería y lo anotaba en la libreta. Así contribuyó, anónimo y vital, al crecimiento de la colonia. Y a dejar atrás ese mote despectivo. A Don Orlando le brilla la mirada cuando lo cuenta. «‘¿Se da cuenta de lo que hizo el Turco?», pregunta y pasa a la próxima historia.
Cuando el percherón le ganó al caballo de carrera chileno
La más espectacular carrera de caballos de la que se tenga noticia en Neuquén se corrió el 29 de julio de 1952 en el Hipódromo de la capital y enfrentó a un percherón con un pingazo traído de Chile para la ocasión.
El percherón era el Trucha, famoso por la velocidad que alcanzaba cuando le sacaban el arado en Colonia Centenario.
El nombre se lo puso el tano Bartolo Basso, que apenas balbuceaba el español pero siempre lo elegían como el representante de los gauchos, de tanto que sabía de las tradiciones al encariñarse con esta tierra y sus costumbres. ¿El origen del apodo? Decía que el caballo se movía como las truchas cuando querían liberarse del anzuelo y movía los brazos y la cabeza para imitar los movimientos. Cuando otros italianos pasaban por Centenario y lo veían preguntaban si era un italiano de verdad.
El Trucha venía invicto y eran legión los que le apostaban para sumar unos pesos y comprar ropa o comida. El jinete siempre era Genaro Rosas y el cuidador el Fiero López. Su fama llegó hasta el norte neuquino y un día un tal Lavalle presentó el desafío y se trajo un caballo de carrera chileno, relata don Orlando. ¿Quién ganó esa carrera de 400 metros? Y, el Trucha, para alegría de la paisanada, que revoleaba los pañuelos. «Cuando arrancó ya no lo pudo seguir el chileno, era un tractor el nuestro», dice.
Mujeres que parían solas
En sus trabajos y recopilaciones, Don Orlando se ocupa de valorar el papel de las mujeres en la construcción del futuro de la colonia. Cuenta, por ejemplo, que muchas parían solas mientras sus maridos andaban en el campo. “Hay que trasladarse a esa época, sin manera de avisar nada. Lo que hoy es un mensaje de WhatsApp para ir a la clínica y que esté todo listo antes era nada, no había cómo”, dice don Orlando. Y relata el caso de una chacarera pionera que al sentir que iba a nacer el bebé liberó al caballo y se fue a la casa a dar a luz. Y que al tener por fin a su hijo en el pecho sintió unas caricias en la cabeza: “Era ese caballo que se asomaba por la ventana”, dice y le asoma una lágrima. No será la última.
Ayer murió mi caballo
Los pingos atraviesan la historia de la colonia y Don Orlando lo narró en un poema ilustrado por Cristina Micolich como los otros, una manera de recorrer claves de estos cien años.
Dice así: «Ayer murió mi caballo, el que yo ataba a la chata. Él vio crecer los manzanos, cuando a la tierra yo araba. Él vio crecer a mis hijos, mis hijos con él jugaban. Y también los vio marcharse y a las chacras abandonadas. Al sentirse solo y triste y con fatiga en el alma, no sé si murió de viejo o tal vez de rabia. Murió al costado de un camino, entre un nogal y una parra. No sé si murió de viejo o tal vez de rabia».
De Roca a Cristóbal López
En las paredes de su casa museo, en las visitas a las escuelas, en sus escritos desfilan quienes construyeron a Centenario, los pioneros que lo inspiraron a impulsar una fiesta en su honor. ¿Cuál es su principal aspiración? «Que la historia no se muera, que la tomen, la cuiden, la divulguen», dice y piensa en las chicas y chicos de los colegios que supieron pasar por este santuario donde hay una sorpresa por centímetro, en las caritas que se iluminan cuando da una charla y una frase impacta. «Con que a uno solo le haya picado el bichito estoy cumplido», dice.
Pero en su propia historia hay mucho más. Por empezar, el bisabuelo que con 15 años apareció en el norte neuquino de este lado del río Colorado en el límite con Mendoza como parte de las tropas de Roca de la «Conquista del Desierto» y el jefe militar le dijo que se quedara con las tierras «hasta donde llegara la vista», lo que equivalía por entonces a unas 190.000 hectáreas. Era lenguaraz, porque de chico lo habían capturado y llevado a Chile desde Mendoza y conocía la lengua de los mapuches.
El relato continua con las aventuras de su padre para ganarse la vida como albañil y llevar un plato de comida a la mesa para sus seis hijos. El destino lo puso como capataz cuando una explosión en la mina de Auca Mahuida se llevó la vida de 15 trabajadores. Don Orlando no había nacido, pero sus dos hermanos mayores jugaban a la escondida cuando la gran detonación. como contarían después en tantas sobremesas. Los tres salieron ilesos. La familia se iría a vivir luego a una casita que levantaron en un solar en Vista Alegre Norte.
Don Orlando pudo hacer hasta segundo grado en la escuela. Trabajó en los galpones de empaque y acompañaba a su padre como albañil aprendiz. A los 18 años entró a la sodería de Vito Fulciniti en Centenario, otro italiano que lo marcó y recorrió todo las tareas en la planta. Aquel hombre le enseñó a ahorrar, a planificar. Por entonces había construido una casita de adobe en el mismo lugar donde ahora tiene su museo. «Tenés que decidir si querés seguir así o si querés progresar», le dijo un día. Y decidió progresar.
La escala laboral siguiente fue en YPF, durante 16 años. Trabajaba en el área de Sismografía y fue parte del equipo que hacía pruebas, testeos y detonaciones en pozos a distinta profundidad en Vaca Muerta en los ’70 y los ’80.
«Yo era un simple operario, pero los ingenieros, en la confianza del campamento, se juntaban con nosotros y hablaban. No me olvido más lo que dijo uno de ellos una noche: ‘Todo va a andar bien mientras no toquemos el corazón de Vaca Muerta. Los sismos de Sauzal Bonito me hicieron recordar aquella frase», dice.
Con la privatización de 1991 perdió su empleo en la petrolera. Con la indemnización compró un camión Chevrolet para hacer transportes, pero el negocio no anduvo. Estuvo después cinco años como colectivero en las calles neuquinas y luego otros cinco para revisar el agua y el aceite de la flota de 120 unidades de Indalo, del empresario Cristóbal López. Ahí se jubiló. Desde entonces, solo se dedica a lo que más le gusta.
«No soy escritor, no soy historiador, no pasé de segundo grado. Pero esta es mi pasión. Quiero que la historia no muera, que la cuiden», dice. Es tiempo de despedirse: afuera lo esperan dos vecinos que vienen a compartir sus recuerdos, a dejar sus reliquias en el museo de la esquina, ese que es el orgullo del barrio y conserva los tesoros de la ciudad que allá lejos y hace tiempo empezaron a construir los pioneros a los que Don Orlando rinde homenaje cada día.
Fuente: Diario de Río Negro