viernes, 11 de octubre de 2024
Mural de Maradona en el barrio de Quartieri Spagnoli.

Sucedió la mañana del 11 de mayo de 1987. Y lo que los venerables inquilinos del camposanto no habían podido disfrutar era el primer scudetto que levantaba en su historia el Nápoles, un club sin apenas palmarés y una afición que valía por casi todos los títulos posibles. Pero, sobre todo, no pudieron asistir a la proeza de un genio argentino que había devuelto el orgullo a todo un sur de Italia triturado ante la desigualdad y una cierta arrogancia del norte, representada nítidamente por la Juventus de Michel Platini. Tres temporadas después volvieron a levantar el título. Pero han pasado 33 años. Y las rentas del recuerdo empezaban a agotarse.

Nadie quiere hablar abiertamente del tema. Nadie quiere ser gafe. Solo se permiten sonrisas, miradas cómplices o comentar detalles de algún partido. Y recaudar. En muchas calles del centro de la ciudad, en los barrios de Forcella o Quartieri Spagnoli, los vecinos han colocado puestecitos con bufandas y parafernalia del Nápoles que ocultan una hucha. Cada uno, lo que puede: 5, 10, 20 euros. “Es que va a explotar el Vesubio, amigo. No te puedes imaginar lo que será”, dice Andrea, sentado en una sillita de plástico delante de una cafetería en Forcella.

Una de las calles del centro de Nápoles.

La gesta es descomunal. A falta de 12 jornadas, el equipo que dirige Luciano Spalletti le saca 18 puntos al segundo clasificado: el Inter de Milán. Este sábado, los azzurri volvieron a ganar contra el Atalanta (2-0) y allanaron todavía más lo que parece ya un paseo triunfal hasta el título de liga. El Napoli, un equipo que en 2004 estaba quebrado y hoy mete miedo en la Champions (esta semana defiende un 0-2 contra el Eintracht de Frankfurt para pasar a cuartos) , se encuentra a un paso de lograr su tercer scudetto. El último lo logró hace 33 años, cuando Diego Armando Maradona todavía jugaba en el equipo y comenzaba a pasearse ya por los callejones de Forcella. Algunas veces de la mano del clan Giuliano. “Mira, este soy yo con Diego. Era el día de mi bautizo”, dice Andrea enseñando una foto en el móvil donde aparece él con dos años sujetado por el 10 argentino en un convite. “Esta era como su segunda casa. Siempre corría por aquí. Pero los de Quartieri se quieren ahora adueñar de él. Si ganamos el scudetto se enterarán”, anuncia subrayando la histórica pelea entre barrios por ver quién es más napolitano y más del Napoli.

La fachada de un edificio de Nápoles, decorada con cromos gigantes de los jugadores.

Los callejones están ya engalanados. En la fachada de un edificio cuelgan reproducciones enormes de los cromos que conforman la alineación actual. Como si fueran colada tendida. A dos pasos de la plaza donde luce el mural de Maradona en Quartieri Spagnoli, han colocado figuras a tamaño real de los jugadores. Suena el himno del Napoli a cañón, mientras los turistas se compran la máscara de Osimhen (el delantero, estrella del equipo, juega con una desde que se partió el cráneo en un salto hace un año).

El nigeriano, que se disputa ahora media Europa, ha sido también la inspiración para la tarta más vendida estos días en la ciudad. Todo es euforia. Y en la via San Gregorio Armeno, la callejuela de los pesebres, las tiendas solo venden figuritas de jugadores. Incluso con el presidente, Aurelio De Laurentiis (ADL), a quien al principio de temporada todo el mundo criticaba por haber vendido a estrellas como Mertens y Koulibaly, y hoy reverencia toda la ciudad por haber construido un equipo demoledor con jugadores desconocidos como Osimhen, el defensa coreano Kim Min-Jae o Khvicha Kvaratskhelia, un georgiano de nombre impronunciable del que se ha enamorado todo el estadio. El camino hasta aquí ha sido duro. Y gran parte es mérito suyo.

Una turista se fotografía con una reproducción del jugador Osimhen.

El verano de 2004, ADL, un tipo bajito y con un carácter endiablado, desayunaba en su terraza de Capri cuando leyó en Il mattino que el Napoli estaba quebrado e iba a ser subastado. El histórico club, que había ganado dos scudetti y una UEFA liderado por Maradona poco más de una década atrás, no era ya más que un viejo estadio de hormigón en el barrio de Fuorigrotta, una afición melancólica y un puñado de pagarés. De Laurentiis no tenía ni pajolera idea de fútbol, le interesaba el baloncesto. Pero lo compró, invirtió 120 millones y en tres años lo subió a la Serie A. Quiso implantar un modelo de contratos como los que hacía firmar a sus actores y mantuvo siempre las finanzas a raya. Si el fútbol era el mayor espectáculo televisivo de Italia, por qué no iba a aplicar los mismos métodos que le habían dado tantos beneficios en el cine. El problema es que, tal y como le sucedió en la familia, tuvo que competir con la leyenda gigantesca de Maradona en el estadio (que, además, hoy lleva su nombre).

Un scudetto derribaría ahora la frontera psicológica que ha representado siempre un recuerdo convertido en un pesado monumento. Nápoles se ha empeñado siempre en competir contra sí misma, en autodestruirse a la sombra del volcán que siempre quiso amenazarla. Incluso ahora, a las puertas de una victoria histórica, muchos se disputan la paternidad del éxito. O la simpatía de Maradona que, el mismo curso que Argentina volvió a levantar un Mundial sin él, podrá ver allá donde esté, igual que los inquilinos de Poggioreale, cómo lo celebra el otro equipo de su vida.

Figuritas de pesebre del jugador georgiano Khvicha Kvaratskhelia.
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