Un cruel y largo mal, al que le peleaba con todas sus fuerzas, lo aquejaba desde hacía tiempo. Pero no faltaba a los espectáculos de teatro y música: se lo veía entrar en el Auditorio Municipal apoyado en sus bastones, caminando con notoria dificultad, sentarse luego a ver o simplemente, bajando la cabeza y cerrando sus ojos detrás de los gruesos lentes, dedicarse a escuchar con atención. A veces colaboraba con su presencia y comentarios en la apertura de alguna exposición artística: pinturas, cerámica, libros.
Seguía trabajando en algún taller literario. Y leía mucho en su casa, donde contaba con una interesante y frondosa biblioteca. Y escribía sus cuentos y poesías, actividad por la cual yo diría que ha quedado en la historia de Esquel, aunque su presencia en nuestra ciudad durante treinta años abarque tantas facetas culturales. Indudablemente, Juan Carlos dejó una impronta, una marca, en la reconstrucción del pasado de Esquel.
Recordaba Juan Carlos Corallini: “Llegué a Esquel en 1958. Era algo totalmente distinto a todo lo que yo conocía. Era algo con gentes que tenían una historia distinta a las inmigraciones de la Pampa Húmeda. Había además una historia anterior Esquel… del telégrafo al pavimento de milenios, de seres que un día fueron dueños de la tierra y crearon mitos y forjaron historia, había un territorio como nunca había vivido distancias que no se median sino con leguas. Una tierra de dura costra pero de entraña tierna. Y estaba su gente a la que aprendí a respetar, que levantaba escuelas, vencía distancias y aislamiento, que abría su casa a los amigos y su pecho a la distancia. Vine por tres o cuatro meses y hace veinticinco años que estoy acá. Una de mis primeras preocupaciones fue conocer esta tierra. Anduve y ando mucho. Conozco desde Neuquén al sur hasta Río Turbio y he vivido en muchos lugares, a veces semanas, a veces meses, a veces años. Pero además formé una biblioteca especializada que siempre enriquezco para saber profundamente acerca de ésta, que es ahora mi tierra. En la medida en que fui aprendiendo a conocer a la gente de acá, recién entonces esta Patagonia entró en mis escritos. Canté a Trevelin, al río Turbio, a un lugar llamado El Zurdo, a pobladores como Cauyí, como Heriberto Braese, como Limonao, como El Francés. He hecho decenas de programas de radio, he escrito muchas cosas en muchas revistas; he sido informante de cuantos pidieron mis datos. El resultado es que ahora tengo conciencia de todo lo que aún ignoro. Y que saber, lo sé ahora muy bien, es tener conciencia de lo que aún falta aprender”.
En “Relato con maestro”, Juan Carlos se ponía en la piel del docente que llega con su mundo urbano a cuestas y las ansias de aprender en la nueva experiencia rural; pero también se metía en la piel del bolichero que lo recibe. Su descripción del boliche-estafeta guarda la relación de lo nuevo, lo inminente, lo distinto, en las vivencias con la gente y los alumnos en esa nueva escuela ambulante. Un carro prestado transformado en aula; enseñar es una cosa, llegar a los alumnos es otra, decía. Ese maestro había aprendido de sus alumnos los nombres de los árboles y les había enseñado las letras, las palabras, las cosas escritas; mamá y papá, muerte, sangre, cárcel y velorio. Distancias y sufrimientos de la gente, que hacía propios; por ello, había cambiado sus temas de antes, Napoleón y el mundo, por Río Pico y los del ámbito de los alumnos. Había aprendido algo: sabía ahora que la Patria es una cierta atadura a los recuerdos y los paisajes. Se hizo viejo, y un día lo trasladaron; otro día lo jubilaron y se fue, para continuar con el aprendizaje de ser maestro.
¿De quién hablaba Juan Carlos en el relato? ¿De cualquier maestro rural de antes, arquetipo de tantos maestros patagónicos de antaño? ¿Tal vez de Isaías Vera, pionero de maestros ambulantes?
También cantaba al paisaje, los pastos, al viento y al invierno, a personajes comunes, a los mitos. Escribía sobre la literatura patagónica acumulando muy buena bibliografía, aprovechando los encuentros de escritores de la región. De éstos, rescataba a todos, narradores y poetas, a inéditos y a los que ya habían dado a conocer sus producciones, a los más jóvenes y a los experimentados. Y destacaba la creación de una organización que los pudiera representar, para hacer ellos mismos lo que otros no podían hacer.
Había participado como panelista en una edición de la Feria del Libro, y había sido distinguido con un premio en un Esteddfod de Trevelin, de 1983, “y otras qué por supuesto halagan, pero lo que más importa evidentemente es poder seguir peleando, es decir, poder decir las cosas que uno siente de la mejor manera posible, poder estudiar, poder buscar siempre nuevos caminos y por sobre todas las cosas, convivir lo que uno produce con los demás.”
¿Cómo escribía Juan Carlos? Sabía y sentía el valor de la inspiración a la manera de los románticos, pero le daba a su obra la prolijidad y la racionalidad del estudioso. “Tengo por costumbre pensar dos veces o más lo que voy a escribir pero escribirlo lo hago una sola vez. Eso no quiere decir que el cuento esté totalmente elaborado sino que, cuando comienzo a escribir, sé lo que quiero decir. Comienzo con una frase cualquiera y es el personaje el que va viviendo el periplo que supongo, aunque a veces lo supere. Es la vida de mi personaje lo que se impone. Ocurre, también, que cuando la vivencia es muy clara el cuento es tal como lo he pensado, pero por lo general no ocurre así. En cuanto a la poesía, es un sentimiento, una situación interna la que me lleva a explicitarla.”
Había sido maestro, contribuido a crear dos escuelas, cesanteado por dictaduras. Sus primeras publicaciones databan de 1944, pero habían dictaminado en el “fuego purificador”. Quiso dejar testimonio de una raza en extinción, de la amistad, de la injusticia que había pasado y seguía pasando a su lado. Plantó algunos árboles, tuvo hijos, leyó, disfrutó con sus amigos y su familia; escribió y habló mucho.
Textos del libro “Esquel…del telégrafo al pavimento”, de Jorge Oriola