sábado, 27 de julio de 2024

El 28 de diciembre de 1851 ocurrió el gran robo a la Casa de la Moneda de Buenos Aires. Un hombre se presentó ante las autoridades y, munido de una nota con la firma falsificada de Rosas, logró que le entregaran DOS MILLONES DE PESOS. En el expediente policial, escrito la misma noche, se indicaba que no había podido establecerse con claridad la fisonomía del ladrón porque usaba antiparras oscuras.

Esto nos permite saber que ya en ese tiempo se usaban en nuestro territorio precarios anteojos de sol.

Pocos años después del fallido robo –porque al día siguiente el ladrón fue atrapado-, las antiparras oscuras eran un accesorio cotidiano del artista Prilidiano Pueyrredon. Otro caso conocido es el de Juan Nepomuceno Terrero, consuegro de Rosas, que tenía unas negras. Para terminar con las referencias locales del Siglo XIX, en 1986, el Reglamento de Uniformes para el Ejercito Argentino estableció que los soldados podían sumarlas como accesorio: “para proteger los ojos de la reverberación solar, podrán los soldados ser provistos de antiparras de vidrios ahumados, montados en cápsulas de fina tela metálica, barnizada de negro; se sujetan con cintas negras por detrás de las orejas”.

Pero, hasta ahí, eran simples antiparras (goggles, por su nombre en inglés) y la cuota glamorosa no estaba presente. El primer paso se dio en 1927 cuando surgieron los armazones de colores. Un emprendedor estadounidense, Sam Foster, inició el negocio de la venta de anteojos oscuros en Atlantic City (New Yersey), durante el verano de 1929. Costó hacer que la rueda comenzara a girar, pero una vez que lo logró ya nada lo detuvo. En 1937, la buena demanda convenció a Bausch & Lomb de que los anteojos Ray-Ban (ray banner significa “barrera contra los rayos”) que vendía a los pilotos de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos, también encontraría un campo de consumo entre el público en general. Contaron con la involuntaria –pero muy valiosa- colaboración de la actriz Katharine Hepburn, quien un dia soleado de aquel año salió a caminar por las calles de Hollywood con sus gafas oscuras. ¡No podía pedirse mejor publicidad que esa!. Durante el verano de 1938 la sensación fueron los anteojos de sol.

Por su parte las estrellas de cine –Greta Garbo, Joan Crawford y Gary Grand, junto con Hepburn- descubrieron que las gafas de sol les devolvían un poco de anonimato, además de esconderles las ojeras. El mundo del espectáculo las adoptó y entonces ocurrió algo insólito. Algunas mujeres que andaban por la calle con anteojos las confundían con celebridades de la pantalla, cuando en realidad su única relación con el cine era la de ser espectadoras.

Victoria Ocampo viajó a Nueva York en mayo de 1943. Era su segunda vez en la ciudad estadounidense.

Pero, a diferencia de la visita de 1930, en esta oportunidad fue cautivada por la Gran Manzana. Tuvo tiempo de conocerla, de recorrer sus avenidas y parques, de aprender sus secretos. Estuvo 6 meses en los Estados Unidos, la mayoría del tiempo en Nueva York, y a partir de entonces realizó varios viajes a esa ciudad.

Miope y coqueta, se compro unos anteojos en Avenida Madison. El negocio a tres cuadras de Central Park, se llamaba Lugene y estaba a la vanguardia en cuanto a los modelos de marcos. Victoria eligió lentes de cristales verdes con aumento y marcos de celuloide color blanco marfil, muy canchero. No fueron los únicos que uso, pero sin duda podemos definirlos como sus preferidos.

Colgados de unas tanzas, hoy los Lugene blancos se encuentran suspendidos en un estante de la biblioteca de Villa Ocampo, en Beccar. Como un símbolo inequívoco de que por ahí sigue rondando la genial Victoria.

Texto tomados del libro: “Que tenían Puesto” – Daniel Balmaceda

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