sábado, 14 de septiembre de 2024

París, 14 de Septiembre de 1843
El 1° de Septiembre, a eso de las once de la mañana, estaba yo en casa de mi amigo el señor D. M. J. de Guerrico, con quien debíamos asistir al entierro de una hija del señor Ochoa (poeta español) en el cementerio de Montmartre. Yo me ocupaba, en tanto que esperábamos la hora de la partida, de la lectura de una traducción de Lamartine, cuando Guerrico se levantó, exclamando:
“¡El general San Martín!” Me paré lleno de agradable sorpresa al ver la gran celebridad americana que tanto ansiaba conocer. Mis ojos, clavados en la puerta por donde debía entrar, esperaban con impaciencia el momento de su aparición.
Entró por fin con su sombrero en la mano, con la modestia y el apocamiento de un hombre común. ¡Qué diferente lo hallé del tipo que yo me había formado oyendo las descripciones hiperbólicas que me habían hecho de él sus admiradores en América!
Por ejemplo: Yo le esperaba más alto, y no es sino un poco más alto que los hombres de mediana estatura. Yo le creía un indio, como tantas veces me lo habían pintado, y no es más que un hombre de color moreno, de los temperamentos biliosos. Yo le suponía grueso, y, sin embargo de que lo está más que cuando hacía la guerra en América, me ha parecido más bien delgado; yo creía que su aspecto y porte debían tener algo de grave y solemne, pero le hallé vivo y fácil en sus ademanes, y su marcha, aunque grave, desnuda de todo viso de afectación. Me llamó la atención su metal de su voz, notablemente gruesa y varonil. Habla sin la menor afectación, con toda la llanura de un hombre común.
Al ver el modo de como se considera él mismo, se diría que este hombre no había hecho nada de notable en el mundo, porque parece que él es el primero en creerlo así.
Yo había oído que su salud padecía mucho; pero quedé sorprendido al verle más joven y más ágil que todos cuantos generales he conocido de la guerra de nuestra independencia, sin excluir al general Alvear, el más joven de todos. El general San Martín padece en su salud cuando está en inacción, y se cura con solo ponerse en movimiento. De aquí puede inferirse la fiebre de acción de que este hombre extraordinario debió estar poseído en los años de su tempestuosa juventud.
Por Juan Bautista Alberdi
Tomado del  Facebook de Miguel Ángel Martínez
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