sábado, 27 de julio de 2024

A pesar de que los días previos habían sido oscuros y tormentosos, aquella jornada de comienzo de 1830 el cielo de la “Tierra del Fuego” amaneció diáfano y cristalino. En la playa, un niño yagán de nombre Orundeko, que se había acercado a la costa tras abandonar su frágil vivienda en el monte, divisó en el horizonte del mar una lejana y extraña silueta. Nunca había visto nada parecido. En su pueblo, las canoas eran una rústica construcción hecha con la corteza de los árboles. En cambio, aquella embarcación que se aproximaba era inmensa, sofisticada y mucho más compacta. No solo lo impresionaron el formidable despliegue de velas y mástiles, sino también la llamativa figura de la bandera flameando en lo más alto del buque.

Desde su interior, un grupo de hombres con barba saludaba efusivamente. Era la primera vez que los veía, pero Orundeko ya había oído de boca de sus padres y de sus hermanos mayores muchas historias sobre estos forasteros “blancos” que cada vez con mayor frecuencia visitaban las frías tierras patagónicas. Cuando la nave, que provenía de Inglaterra, se acercó a la costa, ocurrió lo que era habitual en estos encuentros: el niño yagán subió a su canoa, acompañado de su tío, y remó resueltamente hasta alcanzar la proa del barco, con el objetivo de intercambiar obsequios con los extranjeros. Sabía que, a cambio de un poco de pescado fresco de los canales fueguinos, podría recibir de ellos cuchillos y otros elementos de hierro que serían de valiosa utilidad para la caza y la pesca de su pequeña comunidad

El capitán inglés, Robert Fitz Roy, a cargo del navío Beagle, apareció en la cubierta e invitó al niño a subir a bordo. Una vez arriba, Orundeko, entregó los pescados obtenidos en el canal y reclamó por sus obsequios con gestos grandilocuentes. Pero fue en vano. Los visitantes en esta oportunidad no tenían regalos para darle y sus intenciones eran más bien distintas. Enojado porque un grupo de nativos le había robado una de las dos balleneras del buque, Fitz Roy había decidido vengarse tomando algunos de ellos como prisioneros. El niño fue retenido en el buque en calidad de rehén, junto con otros 3 yaganes, dos hombres y una niña, que habían sido capturados unas horas antes en unas playas cercanas.

Al tío de Orundeko, que aguardaba inquieto en la canoa, el capitán ingles le obsequió uno de los botones de su chaqueta y por medio de señas (porque no conocía el idioma yagán) lo invitó cordialmente a retirarse. El hombre primero protestó desconfiado, pero luego tomó los remos y se dirigió hacia la costa, quizás convencido de que la captura de su sobrino era temporaria y que muy pronto sería dejado en libertad. Mientras Orundeko y los otros 3 rehenes conversaban animadamente, a la espera de que los hombres blancos lo soltaran, Fitz Roy pergeñaba un plan mucho más ambicioso. ¿Y, si en lugar de retenerlos en la isla, llevaba estos 4 indígenas consigo para que en Inglaterra aprendan el inglés, los postulados básicos del cristianismo y les inculquen los beneficios de la vida en civilización?. De esta forma, cuando los fueguinos estuvieran de regreso en su tierra –pensaba el capitán- posiblemente tratarían mejor a los ingleses que solían naufragar frente a sus costas, e incluso podrían enseñar a los suyos lo aprendido en Europa e iniciarlos en una existencia más organizada y menos rudimentaria.

Los ingleses rebautizaron a Orundeko “Jemmy Button” en recuerdo del botón con el que habían comprado su libertad. El barco zarpó hacia Londres el 11 de febrero de 1830. Los ingleses no tuvieron que pedir permiso ni darle explicaciones a nadie. Por aquellos años casi no había presencia del estado en la isla austral, a pesar de que los gobiernos de Argentina y Chile ya habían comenzado a disputarse la soberanía en la región, los únicos visitantes habituales eran los viajeros y exploradores europeos que gozaban de una amplia autonomía para recorrer lugares y disponer de la vida de nativos de Tierra del Fuego, a quienes consideraban “seres inferiores”. Incluso, en los círculos científicos de entonces, llegó a afirmarse que los yaganes, los kawésqar (conocidos también como alacalufes), los selk’nam (onas) y los haush, todos ellos habitantes de la isla más austral del mundo, eran los seres más primitivos del mundo.

Tanto los yaganes como sus vecinos fueron sociedades cazadoras–recolectoras que, de acuerdo a su ubicación geográfica en la Tierra del Fuego, se especializaron en la caza y la recolección terrestre o marítima. Vivian en pequeños grupos nómades que se movilizaban según las necesidades de alimento y las estaciones, y no querían jerarquía política duradera. Los yaganes, que junto a los kawésqar residían en la zona costera de la isla, eran excelentes navegantes y por eso recibieron el nombre de canoeros. Fitz Roy conocía muy bien estas características cuando decidió secuestrarlos: sería su carta de presentación en su soñado tour ingles con los fueguinos.

La dinastía Jemmy Button

Los primero que hizo Fitz Roy cuando arribo a Londres, fue buscar un lugar donde los cuatro fueguinos pudieran recibir educación. La Sociedad Misionera de la Iglesia Anglicana, a través de la Sociedad Nacional Para la Educación de los Pobres, aceptó hacerse cargo de los recién llegados. El propio Fitz Roy, descendiente de una tradicional y adinerada familia inglesa, se hizo cargo de todos los gastos de estadía. Jenny, Fuegia, York y Boat fueron destinados a una institución para niños carenciados en la zona este de Londres.

Boat Memory no pudo ser de la partida: apenas arribó a Londres enfermó gravemente de viruela y murió luego de una semana de agonía. Durante casi 2 años, los 3 yaganes recibieron formación cristiana, aprendieron los rudimentos del idioma inglés y asimilaron lo mejor que pudieron las costumbres de la sociedad europea. La presencia de los 3 fueguinos generó una gran conmoción, al punto que la escuela de Walthamstow se convirtió en un sitio de visita obligada de científicos, antropólogos, periodistas y gente común que sentía curiosidad por conocer a los salvajes de Sud América.

Hasta el propio Rey de Inglaterra, Guillermo IV, se interesó por los fueguinos y los recibió en una audiencia especial durante el verano de 1831, a la que asistieron acompañados por Fitz Roy. A fines de ese año el marino sintió que ya era momento de regresar a los fueguinos a su tierra, y comenzó con los aprestos para el largo periplo. La sociedad misionera propuso que Richard Matthews, un joven predicador anglicano, viajara junto a Fitz Roy con el objetivo de fundar una misión evangelizadora en la lejana Tierra del Fuego. También fue de la partida el joven naturalista Charles Darwin, quien por aquellos años recorría el mundo para dar sustento a sus investigaciones que tiempo después se transformarían en la famosa ‘teoría de la evolución de las especies’. Luego de una travesía ardua y prolongada, arribaron a la isla en enero de 1833. A pesar de los esfuerzos, el plan de colonizar a los indígenas sureños con la ayuda de los fueguinos ‘civilizados’, terminó en un estrepitoso fracaso. Los intentos del Reverendo Matthews y de Fitz Roy de crear una comunidad organizada y sedentaria, apoyada en una prédica del cristianismo, chocaron con la resistencia de los yaganes que se negaron a modificar sus hábitos. Para colmo, Fuegia y York escaparon hacia el interior de la isla en busca de sus familias y no se los volvió a ver. Jemmy Button, que en un principio se había mostrado entusiasmado con la idea de la misión, muy pronto perdió interés y se reintegró a la vida nómade y de subsistencia de su comunidad, como si el tiempo no hubiera pasado.

Ante la situación, Fitz Roy y Matthews dieron por terminado el proyecto y se dirigieron a la guarnición militar que los ingleses acababan de instalar en las Islas Malvinas, luego de desalojar por la fuerza a los colonos argentinos que la habitaban. Más de 30 años después, en 1865, cuando los ingleses regresaron a Tierra del Fuego para concretar finalmente su estrategia evangelizadora, la historia volvía a repetirse: cuatro yaganes, entre ellos uno de los hijos de Jemmy Button, llamado Threeboys, fueron trasladados a Inglaterra y exhibidos durante casi dos años ante reyes, científicos y antropólogos.

 

Párrafos tomados del libro “Argentina Indígena” – Andrés Bonatti y Javier Valdez

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