sábado, 27 de julio de 2024

No se conoce una fecha cierta de la radicación del tejano Martin Sheffield en tierras patagónicas. Algunas referencias la establecen a fines de la década del 80 y otras a mediados de la del 90. En el momento en que sí hubo unanimidad de juicio fue cuando se lo calificó de bromista, pícaro, fabulador y cuentero.

Sheffield arreaba la hacienda a silbidos, tenía una puntería asombrosa y como bebedor no había quien pudiera terminar la última copa con él, ya fuera de whisky o de ginebra. Con su yegua blanca recorrió la inmensidad patagónica. No había rancho, boliche o campamento donde no lo conocieran. Además, todos supieron -por él, naturalmente- que había sido sheriff en Texas, afirmación que avalaba con la exhibición de una estrella de metal.

Aparentemente, el primer impulso para arribar a la Patagonia lo motivó la búsqueda de oro. Después, su errática trayectoria lo llevó a desempeñar diferentes trabajos, además de buscador de oro, arriero, baqueano de varias misiones oficiales y cazador.

Sagaz jugador de truco y de taba, eran leyendas sus aptitudes de tirador. Se dijo que pescaba truchas a balazos y que de un tiro le quitaba el cigarro de entre los labios a quien se animara a probar. También solía agujerear a los tiros los tacos altos de las mujeres.

Pero muchos pobladores de la Patagonia estuvieron de acuerdo en afirmar que este westman habría caído en el olvido de no haber sido “por el descubrimiento de un animal antediluviano que se hallaba en la laguna de Epuyén”. Según trascendió, no fue Sheffield el primero en descubrir la fenomenal bestia, sino un alemán empleado de la casa Pérez Gabito, quien le transmitió la estremecedora noticia al ex sheriff de Trejas. Quizás lo hizo porque Sheffield había guiado algunas expediciones de paleontólogos y naturalistas, una de las cuales descubrió el fósil de un plesiosaurio. Finalmente, se trataba de una confidencia hecha a alguien a quien la ciencia no le era ajena… y con quien solía beber.

Sheffield le escribió el 19 de enero de 1922 al director del Jardín Zoológico, Clemente Onelli, y le refiere que pudo “percibir en medio de la laguna una fiera con la cabeza parecida a un cisne de formas descomunales”, y que el movimiento del agua le hacía suponer “un cuerpo parecido a un cocodrilo”.

Onelli firmó la primera noticia sobre este suceso en el diario de la Nación. Por su parte, La Prensa afirmó que este “acontecimiento científico daría a la Patagonia el prestigio definitivo para poseer ejemplares de seres insospechados”. (Aunque no explicaba a qué tipo de sospecha se refería). A su vez, Critica, el diario más populista, tituló: “El dragón de Capadocia”. La Fronda, francamente escéptica, comentó que el mencionado animal “milenario, piramidal y apocalíptico hace un ruido de la madona y, generalmente, aparece en medio de las opacas sopores de gringos borrachos”.

Clemente Onelli (amante consecuente de la Patagonia, afectuoso admirador de todos aquellos que exploraron, investigaron y bregaron por su conocimiento físico y étnico, solidario con quienes efectuaron los agotadores trabajos en la demarcación de los límites) no iba a desestimar tamaña promoción. Incluso llegó a sugerir que el plesiosaurio podía ser embalsamado, tras lo cual el Jokey Club se adelantó -seguramente al Museo de Ciencias Naturales- pidiendo para sí la exclusividad de exhibirlo. A todo esto, la Sociedad Protectora de Animales hacía oír su protesta por el trato circense que se pretendía dar a la bestia.

Hasta en los Estados Unidos hubo repercusiones, aunque The New York Times tomaba distancia con el título: “Fantasmas en la Patagonia”. En Filadelfia se trató de organizar una expedición de paleontólogos y geólogos, a la vez que el Museo de Historia Natural de Nueva York evalúa la posibilidad de enviar una comisión.

Desde Buenos Aires partieron investigadores con reflectores, jeringa, formol, linternas, cuerdas y hasta… dinámica. Se abrieron suscripciones públicas, una señora de la sociedad porteña, que mantuvo su nombre en el anonimato, donó 1.500 pesos. La editorial Atlántida, 1.000 y personas de diferentes condiciones sociales aportaron su óbolo también.

Además, se exaltaron los sentimientos patrióticos: algunos científicos norteamericanos estimaban conveniente, si capturaban la bestia prehistórica, trasladarla a los Estados Unidos para “su mejor investigación”. Hubo airados rechazos a ese propósito de obedecer a los “discriminatorios postulados de la Doctrina Monroe”, según protestó el Diario del Plata.

Dos alineados escapados del hospicio con el declarado propósito de luchar contra la fiera fueron recapturados antes de poder enfrentarla.

Pero la presencia del fabuloso animal no se confirmó y lentamente se fue disipando el interés que suscitó la noticia. Clemente Onelli insistiría tiempo después a los interesados en el fascinante territorio patagónico a que hicieran “un poco de gimnasia andina trepando por esas breñas salvajes y gozando de esos agrestes parajes, tan hermosos y por desgracias tan lejanos para poder desarrollar en la juventud las sanas y fuertes pasiones del alpinismo y de la naturaleza”.

El westman tuvo un hijo mestizo que heredó de su padre, la estrella del sheriff y la afición por la ginebra. Delirium trémens abatió al gran fabulador de 1936 y fue sepultado junto al arroyo de Ñorquinco.

Sheffield conoció a infinidad de personas, y lo que no llegaba a sus oídos lo adivinaba. Ubicaba a quienes estaban dentro de la ley y quién del otro lado. Mantuvo una larga amistad con John Evans, en cuya casa de Trevelin solía pasar algunos días. A pesar de que ya no había, Sheffield continuó buscando oro. Cuando llevaba algunas pepitas con bajos porcentajes de precioso metal, se las cambiaba Evans por harina.

Un amigo del pionero galés comentó: “Yo creo que era un respetuoso acto de caridad con John”.

Texto tomado del libro “Barridos por el Viento – Historia de la Patagonia Desconocida” – Roberto Hosne

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