A mediados del siglo XV, Venecia era el patio de recreo de Europa y el negocio de la prostitución estaba en su máximo apogeo. Era por entonces una de las ciudades más ricas del mundo -aunque poco a poco se adentraba en su decadencia tras la apertura de las rutas navales hacia América, que ponían en cuestión la primacía comercial de la república y su comercio con Asia-, y aquella pompa veneciana, sustentada en el juego, el lujo y el refinamiento, atraía un turismo crápula de burgueses libidinosos, nobles con curiosidad por la gonorrea, prelados que habían torcido el camino e incluso reyes. Tanta era la demanda de sexo, y tan variada la oferta, que incluso las autoridades de la laguna publicaron una guía de direcciones, precios y talentos de las profesionales más exquisitas que una buena bolsa de dinero pudiera costearse. Aquel libro de 1565 -Il catalogo de tutte le principali et più honorate Cortigiane veneziane del cinquecento- excluía a las mal llamadas puttane, meretrices baratas y groseras, y se centraba en la alta gama, donde brillaba un nombre, Verónica Franco, que obtuvo fama como la cortesana más demandada y admirada de su siglo.
Franco estaba incluso a un nivel superior, pues era citada como cortigiana onesta, es decir, una cortesana honorable. En la jerga de la época, a una prostituta de lujo se le conocía como meretrice sumptuosa y se distinguía por su belleza y sus habilidades amatorias, pero una cortesana iba más allá: podía departir sobre los poemas de Ovidio y recitar tercetos íntegros de Dante, sabía escribir con desenvoltura -Verónica Franco fue una gran poeta en la tradición posterior a Petrarca, maestra en la técnica del soneto- tenía un gran dominio de los idiomas, del buen vestir y unos modales propios de una reina. Quien pagaba por sus servicios lo hacía por la compañía y la inteligencia, no por el sexo, aunque el ars amandi fuera siempre la última recompensa, el culmen de un encuentro de un refinamiento legendario, sólo igualado por las geishas de Kioto.
Verónica Franco nació en una antigua familia veneciana que, aunque no alcanzó el estatus de patricia, estaba muy arraigada en la ciudad desde hacía siglos. Su madre, Paola Fracassa, había sido cortesana también, y en el catálogo de 1565 su nombre aparecía como intermediaria: para llegar a la muchacha más requerida, antes había que tratar con la mamá, que operaba más como mánager que como proxeneta. Su padre, un burócrata al servicio del dux llamado Francesco Franco -nada que ver-, se sobreentiende que también participaba del negocio: invertir en una cortesana era costoso -debían saber música, tener una expresión fluida para la comunicación por carta, tenían que estar preparadas para responder con inteligencia sobre temas mundanos, políticos y culturales-, y a diamantes como Verónica se les preparaba desde pequeñas para asumir su futuro.
EMBARAZADA DOS VECES AL AÑO
Lo interesante de las cortesanas venecianas es que, lejos de practicar su profesión con cinismo, lo hacían con plena consciencia de que, debajo de ese velo de cultura y sofisticación, se escondía un importante volumen de violencia, abuso y aprovechamiento de una posición débil. A lo largo de su vida, que no fue larga pero sí enjundiosa, Franco redactó su testamento en dos ocasiones, y en ambas previó que una buena parte de su fortuna -que fue notable, pues sus servicios tenían tarifas propias de un producto de lujo- fuera destinada a mantener a mujeres solteras, huérfanas y otras desfavorecidas de aquella Venecia tan desigual. En 1564, estando embarazada “por primera vez aquel año” -lo que da a entender que ya lo había estado antes; en total tuvo seis hijos de diferentes hombres, tres de los cuales murieron al poco de nacer, y algunos de padres conocidos, como el patricio Andrea Tron o un comerciante de Dubrovnik, Jacomo di Baballi-, Verónica determinó también que se separara un fondo de sus ahorros para mantener a su hipotética hija si ella moría en el parto.
En 1570, en su segundo testamento, dejó escrito que la vida de prostituta era perversa, moralmente incorrecta, y previó que su dinero también ayudara a aquellas muchachas que, habiéndose casado contra su voluntad, quisieran abandonar el oficio o retirarse a un convento, tuvieran facilidades para pagar sus deudas y continuar en paz su segunda vida. Nuevamente, y como en el caso de Teodora, una rama de los estudios feministas busca en las cortesanas una expresión de honradez y resistencia contra el yugo patriarcal, y ha hecho de Verónica Franco un icono de la causa.
También es la figura que mejor se puede estudiar de aquel periodo, pues no sólo escribió poemas, sino también un ingente volumen de cartas -Lettere familiare a diversi, publicadas en 1580- donde abundaba en opiniones y observaciones sobre su vida, su tiempo y sus contemporáneos. Aunque no se victimizó, tampoco maquilló su condición.
En sus últimos años -murió con 45-, la mayor preocupación de Franco fue la de ayudar, ya no con su testamento sino con acciones, a mujeres abandonadas, empobrecidas o sin hogar. Vivió en el barrio de San Samuele -donde dos siglos más tarde zascandileaba Giacomo Casanova-, residencia de muchas prostitutas veteranas sin atractivo ni trabajo. Intentó que las autoridades venecianas se hicieran cargo del problema -aportando fondos para el mantenimiento de las casas de acogida a mujeres-, sin éxito, pero con una buena intención que ha quedado documentada y que valida su título glorioso de juventud: fue cortesana, pero sobre todo fue una mujer de honor.