Tres veces al año arribaban al Golfo Nuevo los buques de la armada para realizar los ejercicios navales. Primero llegaba el remolcador, a quien también se denominaba aviso. Es decir, que cuando este pequeño barco amarraba en el muelle Piedra Buena, se daba por seguro el posterior arribo de la flota.
Otro de los indicios de estos operativos era la llegada a la Estación Aeronaval de los aviones Grumman. A veces también actuaban frente al Golfo dos o tres hidroaviones Catalina.
Estábamos tan consustanciados con ver fondeado en el Golfo, frente a nuestro pueblo los buques, que los conocíamos casi a todos.
De noche contemplábamos los reflectores de varios barcos iluminados sobre las casas y escuchábamos las maquinarias de los submarinos, como decíamos, cargando las baterías. Nosotros vivíamos a una cuadra de la playa, pero cuando había brisa o mar calmo, el ruido era más intenso y se llegaba a escuchar en casi todo el pueblo. Por la mañana, muy temprano, en la estación aeronaval, se ponían en marcha los motores de los aviones para su calentamiento y así nos despertábamos escuchando rugir.
Veíamos cuando el remolcador trasladaba los blancos, sujetos a un cabo largo, que había retirado del destacamento Punta Cuevas, hoy Golfito, para la ejercitación de tiro desde los barcos. También estábamos acostumbrados a ver un avión llevando un largo cable de acero con un objeto color naranja en la punta de atrás para el mismo tipo de ejercicios.
El sábado y el domingo bajaba parte de la dotación de los buques a tierra para su esparcimiento. Eso hacía que los restaurantes, bares y clubes que organizaban bailes se colmaran de marinos y en el pueblo se notara un gran movimiento. Por lo general coincidían los operativos de la Marina con los festejos de alguna fiesta patria que se vivía con gran fervor. En la víspera organizaban veladas danzantes en las instituciones locales. Era tradicional en la sede del Club Madryn ofrecer en su escenario a la medianoche un “cuadro vivo” mientras se entonaba el Himno Nacional. A veces se aprovechaban esas fechas patrias para presentar obras teatrales donde participaban Víctor Comes, José Pallardó, “Chano” Garagarza, Alba Rapaport, “Mimo” Trespailhie, Antonio Rodríguez, Ignacio Rivas, “Mela” San Miguel, Dorita Alberdi, Lolo Rapaport, Ibero Cores, posteriormente Antonio Nizetich, Silvina James y “Tato” Wolansky, entre muchos otros.
Los días patrios escuchábamos los 21 cañonazos a la salida del sol, que los contábamos muy bien y que hacía vibrar nuestra casa que era de chapa y madera.
Temprano muchos habitantes del pueblo que llegaban hasta arriba del muelle para ver atracar el remolcador y las pequeñas embarcaciones trayendo a los marinos que iban a desfilar y los acompañaban hasta llegar a tierra donde disponían la formación.
Previamente ante este acontecimiento se retiraban los vagones que estaban en el muelle para no entorpecer el desembarco.
La municipalidad preparaba días antes cuidadosamente las calles tapando los baches.
Muchas veces, los 20 de junio, los marinos juraron la lealtad a la enseña patria en nuestro pueblo, siendo importante la cantidad de efectivos que desfilaban. Era una fiesta apasionante. Ese mismo día, los alumnos de los colegios prometían su fidelidad a la bandera. También participaban los reservistas locales del ejército que dirigía Eduardo Elvor García, ex Cabo de Reserva. Abanderado era Idelfonso Garay. Y en la primera fila se veía a Víctor Morón, al doctor Emilio J. de Kirchmayer y Porfirio García. Luego, por su estatura más baja, venían todos los demás vecinos.
Entre los asiduos concurrentes se destacaba la presencia del ex prefecto Don Manuel Acosta, con su impecable uniforme naval.
El palco de autoridades se instalaba a un costado del mástil de la playa, o del actual monumento a San Martín, si la conmemoración era en la plaza. Los personajes que subían eran el intendente y algunos concejales, jefe de la armada, directores de los dos colegios, el médico, farmacéutico, jefe de banco, el párroco, el juez de paz y el comisario. Ellos se reunían en la municipalidad y desde allí se encaminaban hasta donde estaba el palco. En esa época, debido al frío, por lo general, únicamente asistían los alumnos de cuarto, quinto y sexto grado.
Todo comenzaba con el lanzamiento de la bandera por la autoridad del pueblo, conjuntamente con un oficial de marina. Luego se cantaba el Himno Nacional, posteriormente depositaban las palmas de flores y después el Tedeum para darle seguidamente lugar a los discursos y por fin el desfile.
Era común que en plena alocución pasaran en vuelos rasantes los ruidosos aviones de la marina, por coincidente, debía interrumpir la lectura mientras todos alzábamos a vista hacia el cielo, que en resumida cuenta era más interesante.
Por la tarde se podían visitar los barcos. A veces un remolcador llevaba a los vecinos a dar un paseo por el golfo. Eso se transformaba en un “Bautismo Marino”.
Generalmente se disputaba un partido de fútbol entre una selección de las dotaciones contra un club local y se desarrollaban varios juegos infantiles: el destacado palo enjabonado, carrera de tres patas, de embolsados, la cuchara con el huevo y la carrera de sortija. Se hacían en la calle Zar, paralela a la plaza, donde los participantes mostraban muy orgullosos las vestimentas gauchescas de gala y los caballos las mejores monturas. También se disputaban competencias de bicicleta alrededor de la plaza. Al atardecer, la banda de la Armada que tocaba acompañado el desfile brindaba un concierto y a su término, ya oscuro, comenzaban en la playa los fuegos artificiales mientras el pueblo era bañado por los reflectores de los barcos ante la mirada de los habitantes que se emocionaban.
Por la noche, generalmente, había un baile de gala para agasajar a los marinos, donde participaba un grupo selecto de la Sociedad de Puerto Madryn y las autoridades. A veces esa reunión se organizaba a bordo de un navío de la Armada.
De esos operativos de los buques, recuerdo que por la mañana, muy temprano, antes de ir al colegio, nos íbamos a la playa y recorríamos hasta donde hoy está la curva al Indio, buscando maderas, cajones y otras cosas insignificantes que caían desde los barcos, o las tiraban porque no servían, pero que para nosotros, los chicos, tenían valor. Todavía hoy en mi casa hay un timón de madera de una falúa que con mucho esfuerzo, porque era pesado, trajimos con mis hermanos.
Tal vez lo más hermoso era ver llegar con sus velas desplegadas a la Fragata Sarmiento. Era imponente cuando se hacía visible en nuestros ojos con todo el velamen blanco. Tuve la suerte de visitarlas muchas veces. El otro espectáculo era mirar navegar a los submarinos, pero siempre nos dejaban con las ganas por verlos emerger o sumergir.
Algunos barcos eran padrinos de las escuelas: el Crucero Almirante Brown de la N° 27 y el B.D.T. Cabo San Bartolomé de la N°124. Por tal motivo traían donaciones de ropa, zapatos y guardapolvos. También enviaban con otros buques cargueros leña de quebracho para calefaccionar las aulas.
Fragmento del libro “Puerto Madryn 1940 y tanto…”, de Pancho Sanabra