En las últimas semanas, se difundió la grabación de un encuentro en la sede del Consejo Argentino para las Relaciones Internacionales (CARI), que reunió a integrantes de Comodoro Py y otros actores, en donde los participantes se despacharon contra el nuevo Código Procesal Penal Federal aprobado en 2014, que a la fecha sólo se implementó en el distrito federal de Salta-Jujuy.
Sin mencionar un solo número y sin tampoco evaluar los resultados del sistema que integran hace décadas, sus señorías sentenciaron que el nuevo Código es ineficaz, costoso y “excesivamente garantista”.
Como es sabido, el Juicio por jurados es el paradigma fijado por nuestra Constitución para el juicio penal (Art. 18). Es la culminación del sistema adversario, que plasmó el Código Procesal Federal. Sin sonrojarse, el juez federal Ariel Lijo afirmó: “Me parece que es un Código que para resolver casos sencillos es fantástico pero respecto del crimen organizado nos pone en una situación peor”. Parece mentira que ni los estadounidenses, ni los ingleses, australianos, canadienses y demás democracias que lo utilizan no se hayan dado cuenta aún que su sistema sólo es útil para delitos de bagatela.
Pero más allá de la ideología colonial y de los graves errores técnicos, preferimos centrarnos en un terreno esquivo para la Justicia Federal, tan desacostumbrada a rendir cuentas ante la sociedad: el de contrastar esas afirmaciones con la realidad.
“Sí, pero es caro”, plantearon los jueces, y “tendremos que crear cientos de cargos en las fiscalías”, agregaron. Esto es falso. La organización de una justicia imparcial reúne a los jueces en un Colegio, donde atenderán casos y los resolverán en audiencias orales, sin un séquito innecesario de secretarios y empleados.
Todos estos recursos se distribuyen entre una Oficina Judicial común para todos los jueces del Colegio, que se encarga de todas las cuestiones administrativas y la organización de las audiencias, y el ministerio fiscal, y de este modo se pondrá a litigar a los cientos de abogados que hoy pasan sus horas cumpliendo tareas administrativas para las que están sobrecalificados. Claro, no más privilegios de nombrar secretarios y empleados; no más delegación prohibida de funciones en amanuenses.
Críticas como las del fiscal Raúl Pleé, que cuestionó que el Código Federal no permite que los jueces hagan preguntas directas en los juicios orales, reflejan la cerrada negativa de la corporación judicial federal al reemplazo del juzgado como modelo de poder por una organización moderna que separe las funciones de investigar y juzgar.
Un sistema judicial garante de la impunidad de los delitos más graves genera un enorme costo social, que se mide en vidas, ganancias ilegales y descreimiento. Esta pérdida supera en mucho la inversión que requiera la reforma.
Por último, el “garantismo” denunciado es, más allá de una afrenta a la Constitución Nacional, una falacia. El sistema actual es sumamente garantista con los poderosos, a quienes jamás les toca un pelo. Por lo tanto, probablemente lo que molesta no sea el garantismo, sino la lucha contra los privilegios. De hecho, la única garantía especialmente criticada por los magistrados es la imparcialidad. Se indignan porque no podrán acceder al expediente (“el juez llega desnudo al juicio”), y porque “si una prueba no se produce en juicio, no vale”.
Los terraplanistas de la Justicia Federal
Es decir, se enojan con la terrible exigencia de tener que ser imparciales, asumiendo que ello llevará al fracaso de los juicios. La experiencia de Salta, pero también la de toda Latinoamérica y la de la mayoría de las provincias de nuestro país evidencian que no hace falta un juez que “busque” la verdad para que esta surja en el juicio. Para muestra más clara, basta con ver el éxito del juicio por jurados a lo largo y ancho del país. Se han realizado ya más de 800 juicios en diez provincias con una notable aceptación ciudadana, y la Nación aún está en falta.
El Código Procesal Penal Federal no es la panacea ni una solución automática a todos los problemas de la Justicia Federal. Pero quien niegue el rotundo fracaso del modelo actual, vigente hace casi tres décadas, y que ha perdido estrepitosamente la batalla contra la criminalidad organizada, no hace otra cosa que negar la realidad.
El sistema acusatorio sienta nuevas bases que permiten (aunque ciertamente no garantizan) una mayor eficacia. Resistirse a ese cambio en pos de retener un metro cuadrado más de poder es la mezquindad que nos llevó a este lamentable estado del sistema de justicia federal.
Por Alfredo Pérez Galimberti, para Perfil