miércoles, 4 de diciembre de 2024

A la hora de evocar el Medievo quien más y quien menos piensa en suciedad, violencia, superstición y todo tipo de horrores y brutalidades. Estos prejuicios se aplican a todos los aspectos de la vida y el sexo no iba a ser una excepción. O sí. Porque como defiende la investigadora y profesora británica Katherine Harvey (Guildford, 1987) no debemos creer para nada lo que nos han contado. En su apasionante y divertido ensayo Los fuegos de la lujuria (Ático de los Libros) la autora se zambulle en la sexualidad medieval rompiendo estereotipos y falsos mitos, detallando sorprendentes prácticas y destacando las grandes diferencias y los muchos parecidos que guarda con la actual.

¿Primeras víctimas de sus rigurosos estudios? No existieron ni el famoso derecho de pernada ni el cinturón de castidad, que hemos visto reproducidos hasta la nausea en series, películas y novelas históricas, de El código Da Vinci a Juego de Tronos. “Muchos de estos mitos tienen una larga historia. Por ejemplo, la creencia de que los señores medievales tenían derecho a arrebatar la virginidad a una novia en su noche de bodas se remonta al menos al siglo XVIII y aparece en la ópera de Mozart Las bodas de Fígaro, de 1786. Y el del cinturón de castidad es igualmente antiguo y falso. Creo que surgen de una tendencia más amplia a ver la Europa medieval como atrasada: violenta, supersticiosa, ignorante…”, explica Harvey.

Una visión que sustenta “las nociones modernas de nuestra superioridad sobre nuestros antepasados, que contribuye a generar en nosotros una sensación de suficiencia, de que hoy todo está bien. Y esto lo perpetúa la ficción, pues por desgracia, hay mucha más gente que ve series como Juego de Tronos que personas que leen ensayos sobre historia medieval… Y, a menudo, las situaciones de la ficción se presentan como si fueran representaciones exactas, incluso cuando no lo son” denuncia.

DE PECADOS Y MUJERES INSACIABLES
Entonces, ¿cómo era realmente el sexo medieval? Más allá de la obvia similitud fisiológica, pues nuestros cuerpos son iguales a los de un ser humano medieval, Harvey destaca que “el sexo es, en muchos sentidos, una construcción social: lo que hacemos y sentimos al respecto y lo que los demás sienten sobre ello viene determinado por el mundo en que habitamos”. Por ejemplo, apunta que la mayoría de los medievales no habrían compartido nuestra opinión de que lo que hacen los adultos en privado no es asunto de nadie más. “En la Edad Media había mucha presión -de la Iglesia, de los tribunales y de la sociedad en general- para comportarse según ciertas normas: evitar las relaciones prematrimoniales, ser fiel al propio cónyuge, tener una vida sexual más bien prosaica…”, detalla.

“Cualquier relación sexual no reproductiva era un pecado en potencia, y eso parece haber afectado al comportamiento de la gente corriente: las referencias al sexo oral son muy escasas, y aunque el sexo anal se menciona con más frecuencia, era claramente una práctica tabú. Que alguien se involucrase en prácticas sexuales ‘erróneas’ no era sólo un pecado individual, sino un problema para toda la comunidad, ya que podía causar desorden social o enfadar a Dios. Y, por supuesto, la abstinencia sexual (incluida la virginidad) se consideraba algo positivo”, explica.

La religión, desde luego, fue determinante. La historia de Adán y Eva estaba en el centro de la concepción medieval del sexo: a causa de la Caída, el sexo se convirtió en una fuente de pecado. Pero, según la historiadora, “no debemos dejarnos llevar por la idea de que la Iglesia medieval se oponía totalmente al sexo. La mayoría de los medievales se casaban, y, a finales de la Edad Media, la Iglesia estaba dispuesta a admitir que era algo bueno: salvaba las almas de quienes eran incapaces de abstenerse de por vida y producía descendencia cristiana”. Eso sí, la obsesión por el pecado generó prácticas e ideas muy curiosas. Entre ellas, el coito interfemoral (en la que se coloca el pene entre los muslos) es probablemente la que más nos sorprende: parece que se utilizaba como método anticonceptivo. Y también aparece mucho en los relatos de relaciones homosexuales: algunos hombres parecen haber creído que era menos pecaminoso que el sexo anal.

Otro aspecto chocante que comenta Harvey es que en la Edad Media “las mujeres eran consideradas el sexo más lujurioso, al contrario de lo que se cree en la actualidad. La literatura medieval está repleta de mujeres insaciables que se quejan de que sus maridos no pueden satisfacerlas, aceptan amantes y se involucran en todo tipo de travesuras sexuales”. Sin embargo, fuera de las historias, la realidad era distinta. “La preocupación por la legitimidad de los herederos significaba que la sexualidad femenina estaba sujeta a un escrutinio considerable, sobre todo entre las élites, para las que había más en juego. En el mercado matrimonial, se valoraba a las mujeres jóvenes por su pureza sexual y fertilidad percibida. El adulterio femenino estaba sujeto a una enorme desaprobación, aunque es, de nuevo, un mito que la sociedad medieval aprobara el asesinato de las esposas adúlteras. Por supuesto, ocurría a veces, especialmente en las culturas del honor del sur de Europa, pero se condenaba ampliamente”.

ECOS EN EL PRESENTE
Fuera de la moral, queda abordar la parte práctica del asunto. “Hay que recordar que la intimidad era un bien escaso en la Edad Media. Mucha gente habitaba en viviendas de una sola habitación y muy cerca de sus vecinos. He visto casos en los tribunales en los que los testigos describen haber oído cosas, haber mirado a través de las ventanas o incluso haberse asomado por agujeros en las paredes. Esto, efectivamente, puede haber limitado la libertad de las parejas para experimentar…”, reflexiona la autora.

Y no sólo la religión, también la medicina, a través de la teoría humoral (vigente en todo el Medievo), tenía mucho que decir. “Mantener relaciones se consideraba parte de un estilo de vida saludable, algo bueno para la salud física y mental del individuo. Como se pensaba que ambos sexos liberaban semillas durante el coito, la abstinencia era potencialmente peligrosa: significaba que se acumulaban fluidos en el cuerpo, lo que podía causar enfermedades graves, e incluso la muerte”, explica la autora, que ahonda en que “como la opinión generalizada era que ambos integrantes de la pareja debían producir semillas (y, por tanto, experimentaban orgasmos), se hablaba mucho de los preliminares, las posturas y el placer”.

Miniatura del ‘Corbacho’ o ‘Reprobación del amor mundano’, del Arcipreste de Talavera, 1438

Además, los médicos daban consejos sobre la manera de conseguir que el bebé fuera niño o niña o los momentos que debían evitarse las relaciones, como la menstruación (“pues ello daría lugar a una descendencia enfermiza”) o durante una tormenta (“lo que podría provocar anomalías en el feto: una mujer que concibió en esas circunstancias supuestamente dio a luz un sapo”). Algunos incluso ofrecían consejos sobre anticoncepción: “El coitus interruptus parece haber sido muy practicado, junto con técnicas como saltar o estornudar después del sexo, o untar los genitales con líquidos resbaladizos como el aceite. Otras opciones eran comer ruibarbo, llevar un amuleto hecho con los testículos de una comadreja macho o tragarse una abeja”.

Prácticas todas ellas que nos acercan a una conclusión a medio camino entre el optimismo y la reflexión. “Por supuesto, las cosas han mejorado mucho: el desarrollo de métodos anticonceptivos y abortivos eficaces y el reconocimiento de los derechos LGBT son sólo dos ejemplos». Sin embargo, en el mundo aún permanecen demasiados vestigios medievales. «El fetiche de la virginidad es un ejemplo; otro es nuestra forma de tratar los casos de violación y agresión sexual. Al igual que nuestros antepasados medievales, nos horrorizan estos delitos pero, como ellos, tenemos unos índices muy bajos de denuncias y condenas. Y la persecución por motivos de sexualidad continúa siendo un problema muy real en muchas partes del mundo”, concluye.

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