martes, 2 de julio de 2024
Carretas y carros tirados por caballos o mulas, era el medio usual de transporte de lanas, cueros, frutos que luego se embarcarían por el puerto de Madryn

Las grandes chatas cargueras (en otras zonas se las denominaba villalongas) que llevaban las mercaderías hasta Esquel y regresaban con lanas y cueros, tardaban comúnmente tres meses en el viaje de ida y otros tantos en el de regreso. Formaban lo que se denominaba una tropa que la integraban, por lo general, unos seis carromatos, aunque existían grandes tropas de más de treinta chatas: a éstos se les sumaban muchos carros de gente que aprovechaban para marchar juntos, de manera de hacer más seguro el viaje por las soledades de la Patagonia y contar con ayuda en las empantanadas.

Una chata grande cargaba hasta tres toneladas y tenía la siguiente distribución; de animales de tiro: una barera (comúnmente la yegua madrina), que hacía digamos, la dirección; dos mulas laderas, o sea a la par de la barera; tres cadeneras (las que marchaban delante de las nombradas); tres cuarteadoras delanteras (no siempre); dos cuarteadoras laterales que prendían del eje trasero; dos cuarteadoras laterales delanteras (no siempre).

Vale decir, que trepando una cuesta o en terreno pesado, una chata podía ser empujada por quince animales, todos los cuales ya habían sido elegidos para el lugar donde debían tirar de acuerdo a su preferencia o habilidad.

Tropa de carreta. Muchas como esta, fueron jalonando caminos en la inmensidad de la Patagonia

De esto se deduce que una tropa común de diez chatas debía llevar en marcha ciento cincuenta mulas y otras tantas de reserva para la próxima jornada.

Cada uno de estos trescientos animales tenía sus mañas y también sus habilidades y el mansero, o sea el encargado de todas ellas, debía conocer perfectamente a cada animal para hacer rendir parejo el avance de la tropa. La mula es un ser híbrido, cruza de yegua y mulo; a la vista del lego son todas iguales, pero no es así, cada una tiene sus mañas y caprichos que heredó del mulo padre pero que ella se encargó de multiplicar por diez y el mansero, que es el personaje encargado de hacerla obedecer hasta el momento en que es atada en su lugar de trabajo. A partir de entonces el animal depende de otro personaje no menos importante, el manejante, quien debe hacer que la mañosa mula no viaje sin hacer fuerza ni se encapriche en hacer demasiado esfuerzo y haga que la chata marche despareja. En esta tarea colaboran los peones que son los encargados de atar las mulas y que luego suben sobre una de ellas y desde allí controlan la marcha de las laderas o cadeneras. El trabajo previo para poner en marcha una tropa comienza de madrugada, más bien antes de aclarar, que es cuando el rastreador entrega los animales “frescos”, los que no trabajaron el día anterior al mansero, quien con un fuerte silbido hace que todas las mulas formen una ronda quedando éste en el centro. En determinado momento, que yo nunca pude precisar, tiraba una mantita sobre una determinada mula y automáticamente ésta se quedaba quietecita y se dejaba conducir a su lugar de trabajo y, lo que es más notable, se dejaba atar. Seguía así con todas hasta dejar la tropa en condiciones de marcha, entonces los arrieros juntaban los animales dispersos y seguían la tropa.

 

Es notable la fortaleza física de una mula, si bien es toda una ceremonia el juntarlas, arriarlas hasta las chatas, atarlas y por fin arrancar, luego no se detenían en todo el día y así, de un tirón recorrían de sesenta a ochenta kilómetros. La caravana marchaba todo el día de una aguada a otra, casi siempre la misma distancia y en tan largo recorrido, había siempre subidas y bajadas. Allí se destacaban otras mulas que no eran afectadas a pasar el día tirando parejito; se conocía como pechadoras y eran animales que, una vez atados, tiraban con todas sus fuerzas que sacaban quién sabe de dónde y hacían que el pesado carromato pudiera subir el repecho. Aquí es donde empezaban a actuar otras especialistas, las culateras; éstas eran las que, en lugar de tirar hacia adelante, se afirmaban para atrás logrando así que la chata no tome velocidad en las bajadas. Estos raros animales sabían recorrer cien metros o más con sus cuatro patas a la rastra, duras como palos. Colocar a estos animales en el lugar donde mejor se desempeñaban fue un difícil arte conocido sólo por manseros y manejantes y que murió con ellos, pues no creo que actualmente haya alguien que entienda de esto.

De acuerdo con sus funciones dentro de la tropa, así también era el carácter de cada individuo. El capataz era el jefe supremo de la tropa, siempre un tipo serio, de frases cortantes, sus órdenes eran ley sagrada. Tanto el mansero como el rastreador, también siempre estaban serios y concentrados en sí mismos, tomaban mate solos, y mientras la tropa estaba en la huella casi ni hablaban. Ahora una vez finalizados los viajes renacían de nuevo y eran muy divertidos. Tanto los peones como los arrieros y maruchos y hasta el cocinero estaban siempre alegres, cantando y diciendo chistes todo el día.

Cuando alguien llegaba a pedir trabajo y una vez enfrentado con el capataz, éste le decía: Y…¿Qué es usté? A lo que el otro contestaba, y… yo soy manejante o mansero o lo que fuera. Y basta, por un momento no se hablaba más, después de meditar el capataz le decía, arrime sus pilchas que a lo mejor lo tomo y arrímese p’al fogón nomás. Después de yerbiar un buen rato, alguno de los más dicharacheros le decía, Y…¿cómo me dijo que se llama que no me acuerdo? Entonces el recién llegado decía su nombre, por ejemplo, Juan y ya desde ese momento y según la impresión que había causado podía seguir llamándose Juancho o Juancito o don Juan o simplemente Juan, el apellido no le importaba a nadie, documentos para qué, antecedentes ya los demostraría al día siguiente, único período de prueba para el capataz, quien si estaba conforme con el recién llegado ni le hablaba y sino le decía solamente: amigazo, ate su pingo.

Cuando en la huella aparecía una polvareda adelante, quería decir que otra tropa los cruzaría, entonces comenzaban los preparativos. Los arrieros reunían sus animales sueltos de un lado del camino, para que no se le mezcle algún animal de la tropa que cruzaba, el capataz se ponía al frente de su equipo de carros con la suficiente distancia como para poder saludar al otro capataz, antes de que las dos tropas se junten, momento este en que de los dos pescantes delanteros de ambas tropas salía el sonido del clarín a título de saludo.

Cuando las tropas estaban a la par agarrando media huella cada una, se paraba un rato y tras los consabidos cambios de saludos se comentaba el camino en ambas direcciones y, se seguía viaje porque los animales, acostumbrados a marchar horas y horas adormilados tirando de sus pecheras, se despertaban y se ponían muy impacientes, lo que obligaba a soltarlos o a seguir viaje enseguida.

El menú no tenía variante durante los noventa días de viaje, al amanecer, mate amargo, después, churrasco, casi siempre el sobrante del asado de la noche, recalentado; si la jornada era pareja no existía medio día, si algo obligaba a detener la tropa, el cocinero que se había adelantado los esperaba con el consabido puchero carrero. Su preparación era siempre igual se ponía agua y sal gruesa en una enorme olla, se le agregaba trozos de espinazo de oveja y cuando esto llegaba a hervir se colaba con espumadera y con una cuchara llena de harina, a la que se le daba golpecitos debajo para volcar dentro del puchero, unos globitos que formaban pelotitas de harina y eso se usaba como fideos. Formar estas bolitas de harina también constituía un arte que jamás conseguí dominar y estos cocineros de campa las hacían con tanta facilidad y quedaban todas redonditas casi siempre iguales, parecían el fideo munición. A la tarde el cocinero se adelantaba y preparaba el mate cocido, que el que gustaba se servía y lo consumía mientras continuaba en su puesto de trabajo en la tropa. A la bajada del sol se paraba al costado de la huella y luego de soltar todos los animales y dejar todo preparado para el día siguiente, ya el cocinero tenía marchando el asado. Esta comida tenía sobremesa, siempre aparecía una guitarra y algún cantor improvisado alegraba al grupo con alguna piecita campera.

Fragmento del libro “El Madryn olvidado”, de Juan Meisen

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