En diciembre de 1896 arribó a la vivienda de Botello el antropólogo y conde francés, Henry De La Vaulx. El francés había visitado en el valle del Genoa al cacique tehuelche Sacamata y estaba recolectando material para el Museo de Paris. De La Vaulx y sus peones se instalaron en una carpa junto a la residencia de Botello:
“Un miserable rancho, establecido a orilla del arroyo. Está habitado por un italiano llamado Eduardo Botello, su ocupación consiste en hacer comercio con los indígenas. Antes de establecerse en el Apulé (Apeleg), Eduardo Botello viajaba por cuenta del Museo de La Plata. Es un hombre sagaz, tiene instrucción y admirable conocimiento de la región. Puede serme muy útil. Uno de mis amigos me ha dado una carta para él”. (De la Vaulx, 1901)
Cuando el francés le explicó el motivo de su expedición, Botello le comentó que dos meses atrás había presenciado el entierro de un tehuelche al que describió como “un gigante”. De la Vaulx le pidió a Botello que lo guiara hasta la tumba para desenterrar el cadáver, ya que le interesaba enviar el esqueleto del “gigante” al museo de París.
Partieron esa misma noche. Con ellos fue Segundo Acosta, un poblador de Colonia Sarmiento que se encontraba de visita en la vivienda de Botello. Se internaron en una meseta en dirección a unas lomas, evitando ser detectados por los tehuelches que residían en una toldería dispuesta en las inmediaciones. Ni bien encontraron la tumba comenzaron a cavar. Al cabo de media hora dieron con el cuero de un caballo que cubría al cadáver. Debajo cuero estaba el cuerpo, orientado con la cabeza hacia el este, puesto en posición fetal, envuelto con un quillango y una manta de mujer. Despedía un olor nauseabundo y uno de los peones, Marcía, huyó tomándose la cabeza con las manos. Desenterraron el cuerpo entre De la Vaulx, Segundo Acosta y uno de los peones (De La Vaulx, 1901).
“La luna nos iluminaba. Está lúgubre y Don Eduardo quien también es más supersticioso que un araucano, no luce muy tranquilizador. Hecha de tiempo en tiempo una mirada inquieta sobre el llano y con el revés de la manga se seca el sudor que le chorrea sobre su rostro. Gracioso trabajo murmura él. Hago como que no noto su turbación”. (De la Vaulx, 1901)
A continuación, extendieron el cadáver en el suelo y el francés le tomó las medidas: medía un metro noventa y ocho. Luego seccionó el cuerpo para transportarlo al campamento. Entre tanto, los restantes se ocuparon de volver a tapar la tumba.
Al día siguiente el francés hirvió cada parte del cuerpo en una marmita de hierro para pelar los huesos. La cabeza fue la parte que le demandó más tiempo. La macabra tarea le llevó todo el día.
“Tiro el agua que ha servido para la cocción, un agua grasienta y apestosa, en la que navegan desechos humanos y luego de enjuagar las osamentas, una a una, me hecho en mi cama, abrumado, molido y me dormito, cuando de repente siento un remordimiento en el alma”. (De la Vaulx, 1901)
Al concluir con el trabajo, ninguno de los participantes del desentierro se animaba a tocar la comida, ya que no pudieron quitarse de las manos el olor a putrefacto. Comieron con la boca directamente de los platos.
Libro “La colonización del oeste de la Patagonia central”, de Alejandro Aguado