sábado, 27 de julio de 2024
Mbappé marca su segundo gol ante Argentina en la final del Mundial este domingo.

Se recordará siempre la final de Qatar 2022 y no encontrará el fútbol mejor ocasión para publicitarse, si es que todavía queda algún despistado por el mundo. A este Argentina-Francia no le faltó una coma, una tormenta de incertidumbre, emociones incontenibles y un maravilloso aroma a fútbol antiguo. Se analizará de mil maneras, lloverán estadísticas y el big data nos trasladará minucias sorprendentes, detalles que solo son detectables en el microscopio de los entomólogos del fútbol, análisis que desmenuzarán el curso de la final y pretenderán explicar lo inexplicable, porque este partido prefirió ser fieramente humano. Ya figura por derecho entre los inolvidables de la historia.

Los más estrictos encontrarán razones más que suficientes para quejarse. Francia decepcionó durante 70 minutos, sin juego, sin recursos y sin alma. Pocas veces un equipo se ha alejado tanto de su verdadero potencial. Cuando gana, algo habitual por otra parte, se elogia su falso pragmatismo. No hay selección con más y mejores jugadores. Faltaron Benzema y Nkunku a la cita del Mundial, se lesionó Lucas Hernández y tampoco pudieron llegar Ngolo Kanté y Pogba, una sangría que no alteró la percepción general: a Francia le sobran jugadorazos, pero le falta grandeza. Es un equipo avaro. Y aún así estuvo a un remate de la victoria, el que detuvo in artículo mortis Emiliano Martínez en el último minuto de la prórroga.

Quien quiera leer la final desde los errores dispondrá de un material abundante, pero olvidará la naturaleza animal del fútbol, una bestia que no tiene inconveniente en volverse ingobernable. Nadie mejor que Argentina para acreditarlo. Mereció la victoria en su primorosa hora inicial, frente a un rival pasivo, preso de una flojera alarmante, aparentemente rendido. La excitación, la energía, los recursos tácticos y la brillantez pertenecieron a los argentinos, impecables en su desempeño.

Se adivinó una victoria de carril, producto del desequilibrio entre un equipo al que le iba la vida en cada momento y otro atacado por la desgana. Hasta ahí, destacó el armonioso fútbol de Argentina y la perplejidad que producía la infame versión francesa. Mbappé, que acudía para robarle el relato a Messi, hizo mutis. Representó en primera persona el fracaso de su equipo. ¿Cómo calificar de histórica una final tan desigual? Porque el fútbol decidió no tener patrón, ni patria. Reclamó su veta anarquista, que también la tiene.

Dos errores de Otamendi en la misma jugada actuaron como una granada de racimo en el encuentro. Mbappé aprovechó el penalti del central argentino para emerger de donde fuera que estuviera y la final entró en uno de los delirios emocionales más potentes en la historia de la Copa del Mundo. Quedó claro que Messi no podía saldar sin dramatismo su deuda con los Mundiales, o la de los Mundiales con Messi. El fútbol le guardó al genio argentino la cantidad máxima de sufrimiento y gloria. Venía escrito en las estrellas. El destino de Messi en el Mundial de ninguna manera podía ser fácil, desde el primero al último de los partidos.

Deschamps tiró los dados y comenzó a sembrar el campo de nuevos jugadores, todos potentes, frontales y aguerridos. Un retrato también de la Francia de nuestros días. Excepto el portero Lloris, el resto de los franceses que terminaron el partido tenían origen africano o antillano. Defendieron el pabellón nacional con coraje y pasión. Emocionó su reacción y la angustiosa resistencia argentina, en medio de la tromba que desencadenó Mbappé, autor del sensacional gol del empate.

Desde ese instante, la final fue puro fuego, una fantástica representación de la multitud de vertientes del fútbol y de su indomable carácter. Sí, dio la impresión de que Scaloni retrasó demasiado los cambios, pero también ajustó el equipo en la prórroga, cuando la exuberancia de los jugadores franceses amenazaba con destruir a la fatigada selección argentina. La prórroga rescató a Argentina, pero no destruyó a Francia. De un desbocado partido emergió una gigantesca final, inolvidable por mil razones y por su corolario definitivo. El Mundial, que suele premiar a los astros del fútbol en el apogeo de sus carreras, le reservó esta vez el hueco que merecía a un maravilloso jugador de 35 años: Leo Messi.

Hay jugadores que no van a volver de este partido. Se van a quedar ahí, en la final del siglo. Nombres que seguirán su carrera, ganarán títulos, vivirán emociones extraordinarias, pero nada, nunca, comparado a lo que pasaron en un campo de fútbol durante más de dos horas en Doha, Qatar, el 18 de diciembre de 2022. Será el partido de sus vidas, el momento al que se remitirán cuando miren atrás: yo jugué el Argentina-Francia del 22. “Yo tiré un penalti”. “Yo fui el que sacó de dentro el gol de Messi”. “Yo salí en la segunda parte”. Habrá quien, cuando tenga 80 años, no tenga necesidad de presentarse. Habrá un anciano, en un bar de Buenos Aires, que no tenga la necesidad de decir: “Yo paré un gol en el último minuto, y luego un penalti, y casi atajo el resto”. Un viejito, en una terraza de París, al que no le haga falta decir, para presentarse, una frase impresionante: “Yo marqué tres goles en aquella final, y un penalti en la tanda, y perdí”. Y aún uno más, en Rosario, que no tenga que soltar al llegar a un sitio: “De mí dicen que soy más grande que Diego Maradona”. Les pondrán la misma cara, si lo dicen, que el niño de la película de Sorrentino al que Maradona le aclara que es zurdo: “¡Todo el planeta sabe que eres zurdo!”.

Qatar, el Mundial de la vergüenza conseguido con sobornos y corrupción por parte de un régimen que aplasta derechos humanos y esclavizó a trabajadores, miles de ellos muertos, para construir los estadios, dejó un partido de ensueño, una final imposible, la mejor de la historia de la Copa. Y esto es, en resumidas cuentas, el fútbol. No tiene sentimientos, y los provoca todos. De forma tan salvaje que la primera parte de Angelito Di María, sorpresa de Scaloni en el once para deshacer a Koundé y fundir a Francia, parece que fue hace quince días. Héroe desequilibrante del partido, rabo de lagartija, finísimo en el amague y el desborde, al final del partido nadie recordaba si había jugado Di María, ¿quién era Di María?, ¿existe alguien llamado así?, ¿y quién es esta señora que me llama “hijo”?

Todo por culpa de un jugador fuera de sus casillas, desquiciado y arrebatador que, en tres minutos, empató una final que no tenía más historia. Ya había marcado Messi, ya se había producido la típica jugada bellísima, un contragolpe ejecutado con la rapidez y la frialdad de un asesinato, ya estaba el domingo programado, 10 minutos más y a dar un paseo antes de meterte en el cine a ver una película con tu pareja, luego tendréis que tener una conversación, las cosas no están bien en los últimos tiempos, quizá haya que separarse un tiempo. Dos minutos, dos goles, el último antológico, el disparo de la bestia. Una prórroga. Otro gol de Messi, ahora ya sí, vamos vistiéndonos que llegamos al cine, faltan dos minutos para que acabe. Otro gol de Mbappé, espera, mejor nos quedamos, podemos pedir a un chino y ver algo en Filmin, cada día estoy más enamorado de ti, lo eres todo para mí, deberíamos tener un hijo, el tercero, y llamarlo Lionel, ¿no te parece original?

Argentina ya tiene su tercera Copa del Mundo. Merecida, quién lo diría hace dos semanas. Se echó Messi a su selección a la espalda cuando moría a cámara lenta desmayada en fase de grupos ante México, y luego ya marcó en octavos, en cuartos, en semifinales, e hizo un doblete en la final. Messi terminó en Qatar una discusión histórica que se prolongaba durante años y que tenía que ver con una divinidad, Maradona. Fue, en realidad, una respuesta. Una respuesta que resonó en todo el mundo cuando Messi supo cuánto pesaba la Copa del Mundo, como ordenaba el Diego, y cuyo origen se remonta a la pregunta retórica que Maradona se hizo a sí mismo delante de Emir Kusturica: “¿Tú sabes qué jugador habría sido yo si no hubiese tomado cocaína?, ¡qué jugador! ¡Qué jugador perdimos!”. Messi le contestó a la leyenda del fútbol mundial. Con la camiseta argentina y con el 10, con su zurda, con la misma Copa que Maradona levantó en otro Mundial irrepetible gracias a él, México 86.

No, nadie olvidará este partido. Es una pisada de gigante en la historia del fútbol. Enfrentó estilos, jugadores de época separados por 12 años, Messi y Mbappé, y dio, en varias ocasiones, una lección que es el motor de la historia: nunca están las cosas del todo bien, todo se puede torcer en cualquier momento, que se tuerza tampoco tiene por qué ser malo, pero andá por la vida, bobo, con un buen portero.

Fuente: El País

Compartir.

Dejar un comentario