miércoles, 5 de febrero de 2025

 

Compartimos un fragmento del libro “Color de Rosas. Vida Cotidiana”, de Eugenio Rosasco. sobre “El Barrio del Tambor, el barrio donde se asentó la colectividad negra en Buenos Aires. #LecturasParaElFinde

 

 

Los negros vivían en una barriada suburbana exclusiva, solo habitada por ellos. Se extendía desde las proximidades de la Plaza Lavalle hasta la Plaza del Once hacia el Sur. Se conocía como “Barrio del Tambor”, instrumento con el que acompañaban su baile, el candombe. José Antonio Wilde dice que la mayoría de los negros eran propietarios; habían levantado sus casas en terrenos donados por los antiguos amitos.

Estaban organizados en nacionalidades, Congos, Mozambique, Minas, Mandingas, Benguelas. Cada nación tenia Rey y Reina, comisiones directivas y subalternos necesarios para atender tanto cortesanos reunidos alrededor del trono. El empleado más exótico solía ser un blanco maduro, holgazán y borracho, que llevaba las cuentas, dirigía las comunicaciones y hacía los trabajos administrativos. Casi siempre este gerente sui generis desaparecía con los fondos acumulados para las esplendidas actividades sociales.

Todos los domingos y días de fiesta bailaban desde la media tarde hasta la madrugada. El ruido de los tambores –también llamados candombes-, los cantos y los gritos se escuchaban desde la alameda. Las reiteradas quejas de los vecinos importantes determinaron que las autoridades los obligaran a celebrarlos lejos de su Barrio de Tambor, entrados en La Pampa. Manuelita concurría algunas veces a los candombes, invitada especialmente por la jerarquía con quienes Rosas mantenía excelentes relaciones. Era recibida con gran entusiasmo, obsequiada y atendida con abrumadores condimentos que las nacionalidades entendían educados y de buen gusto.

Aquellas naciones estaban organizadas en comunidades religiosas, inscriptas en las parroquias respectivas, y festejaban los días del santo o de la virgen elegidos. Recolectaban fondos en las puertas de las iglesias consagradas a sus patronos. Sus preferidos eran la Virgen del Rosario, los Santos Reyes –tal vez porque uno era negro-, San Benito y San Sebastián. Aunque sus conmemoraciones no tenían rasgos místicos de ningún tipo, los numerosos blancos que participaban de ellas las encontraban más divertidas que las procesiones oficiales realizadas por las mañanas en las calles aledañas a los templos.

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