martes, 15 de octubre de 2024

Con un ambientazo estruendoso en el estadio Lusail, digno por fin de un partido de la Copa del Mundo, Argentina y México se enfrentaron en un choque de alto voltaje, intensísimo, brutal, como se pudo ver desde el mismo momento en que ambas aficiones enfrentaron sus gargantas a la hora de cantar los himnos. Había en el campo pasión, necesidad, ambición, angustia, vigor…, todos los ingredientes que convierten un partido de fútbol en algo más que un mero choque de jugadores y dibujos geométricos. Pero digerir una descarga eléctrica de este calibre no está al alcance de cualquiera y Argentina, cuya derrota la hubiera mandado precipitadamente a casa, estuvo noqueada durante 45 minutos. Hasta que, de repente, se comió los nervios y despertó.

En la primera parte, México asumió mejor que Argentina que esta era una noche para el heavy metal y no para el blues. El Tata Martino, seleccionador del equipo norteamericano, tendió en el centro del campo una red pegajosa e incómoda para que fueran cayendo los albicelestes mientras que sus dos burbujeantes delanteros, Hirving Lozano y Alexis Vega, se buscaban la vida por el frente de ataque. La tensión fue devorando poco a poco a Argentina, que pareció haber salido a jugar con ardor de estómago. Fue un primer tiempo feo, siderúrgico, sin apenas ocasiones; un primer tiempo en el que casi se podía sentir la angustia que recorría el espinazo de los jugadores argentinos. Solo al final, cuando ya se presentía el descanso, hubo dos acciones que pudieron encender la chispa del encuentro. Primero, frisando el minuto 45, Alexis Vega, un futbolista de toque aterciopelado, colocó con tiento un lanzamiento de falta que Emiliano Martínez consiguió atrapar. Inmediatamente después, una buena combinación argentina, en donde por fin se movió la pelota con rapidez y criterio, acabó en las botas de Acuña, cuyo lanzamiento acabó en saque de esquina.

¿Y Messi? Messi no alcanza para ganarlo todo, y eso ya lo deberían haber descubierto los argentinos. En la primera parte tuvo una bonita ocasión, cuando lanzó una falta pegada a la línea de fondo. Su disparo, con esa mira telescópica que no se le desajusta con los años, estuvo a punto de acertar con la portería, pero Memo Ochoa consiguió despejar el balón. En la segunda parte, sin embargo, Argentina pareció liberarse de tensiones y asumió que si quería seguir en el campeonato tenía al menos que dar un paso al frente, colonizar el medio del campo y buscar las bandas. Cayeron en la cuenta, en definitiva, de que a Messi había que ayudarlo de algún modo. Ante el empuje sudamericano, los mexicanos cedieron y su medular de hierro se convirtió por unos minutos en una muralla de cartón. Fue lo que necesitaba Leo para encontrar el camino del gol; un tanto que se anticipó desde que recogió el balón en el minuto 64, lo condujo un eterno segundo por el centro y disparó un tiro raso que se marchó lejos de las manoplas de Ochoa.

Quisieron entonces los mexicanos recuperar su arrojo anterior, pero ya era tarde. Ocuparon más espacios, cedidos gentilmente por sus rivales, pero no supieron hacer daño a la defensa argentina, que vio, quizá con un suspiro de alivio, cómo Hirving Lozano y Alexis Vega enfilaban exhaustos el camino de los vestuarios. Y en ese momento incierto de los partidos, cuando el equipo que ha marcado siente la fortísima tentación de replegarse y dejarle el campo libre a sus rivales, Enzo Fernández cogió una pelota en el área y descargó un disparo quirúrgico, hermoso, inapelable, que Ochoa solo pudo saludar como quien ve pasar un avión. Fue la certificación de la victoria argentina y el triunfo que permite a la tropa de Scaloni superar la crisis de ansiedad y seguir pensando en el futuro.

Fuente: ABC

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