viernes, 13 de diciembre de 2024

 

Mujer nativa trabajando en el telar

El trabajo a cargo de mujeres en las estancias de la Compañía no debió ser muy distinta al resto de los peones, salvo por la vulnerabilidad propia del género en la época. Porque si bien las empresas y estancias estaban obligadas a reconocerles como trabajadores y a respetar los Convenios existentes a riesgo de ser multados por la Secretaría de Trabajo y Previsión, seguían los prejuicios y las apreciaciones estigmatizantes y racistas sobre las trabajadoras y los aborígenes.

Para la década de 1960 y posteriores, estas concepciones estigmatizantes y moralizantes están muy bien representadas en el libro de quien fuera esposa del administrador de Leleque; Nora Traill de Mackinon, cuando describe su personal doméstico. Un retrato típico que se pueden encontrar en cualquier lugar de administración colonial. Un nativo racializado,  construido como sucio y torpe, poniendo énfasis en su color de piel, “más puro o mestizo”, y moralmente inferior, al que hay que guiar de la mano de la civilización encarnada por los patrones blancos europeizantes. Encubriendo la explotación laboral en la demanda de “disciplina de trabajo”,

“Casi todas las chicas que venían a cocinar y limpiar eran indias, puras o mestizas. Usábamos la palabra “paisana” cuando nos referíamos a los descendientes de las tribus indígenas, por lo general araucanos o tehuelches en la zona de la Argentina. (…) La mayoría de las muchachas que venía a trabajar a casa eran del pueblo El Maitén, muchas provenían de la zona más pobre, donde las chozas de madera se levantaban sobre calles que desembocaban en el río Chubut, y que apenas dejaban pasar un automóvil. Algunas provenían de los niveles más bajos de pobreza. Llegaban vestidas con ropas sucias, pero de la noche a la mañana se transformaban y se preocupaban por su aseo personal. (…) El placer de tener mucha comida, agua caliente y dinero para gastar pronto desaparecía. Las chicas se cansaban del horario de trabajo fijo, y después de algunos meses, tal vez un año, desaparecían. (…) En primer lugar les explicaba que vivíamos en una estancia donde había veinte hombres por cada mujer y que no debían creer todo lo que les prometían”.

Jesse May Dunlop: “Las aborígenes elaboran alfombras y matras brillantes y hermosas”

Pero el trabajo de las mujeres mapuche-tehuelches de la región no solo se remitía al servicio doméstico en las casas o cascos de las estancias. Según relata otra mujer, Jesse May Dunlop, eran muy apreciadas las alfombras y los plumeros de producción femenina “indígena” local, y cuyo trabajo de tejido y coloreado con plantas locales como el muchai y el calafate, era muy estimado. Esa producción adornaba las casas de las estancias y es posible que en algunos casos fuera vendida por mujeres de las comunidades aborígenes, así como otras producidas adentro de las mismas, por el servicio doméstico.

“La lana cruda hecha en casa era utilizada en el tejido de alfombras, matras y matronas, las primeras para pisos y sudaderos y este último para camas y sofás. Los colores eran claros y buenos, y se derivaban de las plantas, ciertos suelos arcillosos e incluso pieles de cebolla. Los patrones se transmitían de madres a hijas, y los tintes eran un secreto muy bien guardado. Obtuve algunas pistas de una criada india. El borgoña se obtuvo del fruto del arbusto muchai, una baya azul llena de pepitas y buena para comer, aunque se tiñeron la boca y los dedos de un color morado oscuro. Las raíces y la corteza dieron otros matices. Un beige suave provenía de cierta arcilla. Las alfombras eran de uso común para todos, era brillante y hermoso. La alfombra pequeña tarda unos seis meses en hacerse. Una vez me mostraron una colcha hecha completamente con el plumaje blanco del pecho del avestruz, un milagro de delicadeza y hermosura”.

Fragmento del libro “Lelek Aike, del destierro a la comunidad”, de Liliana E. Pérez

 

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