El hambre es una vieja conocida. Estamos acostumbrados a sentirla, al menos, tres veces al día: “No hay nada más frecuente, más constante, más presente en nuestra vida”, dice Martín Caparrós en su libro El hambre. Existe, sin embargo, todo un mundo entre aquellos que pueden saciarla y aquellos que se quedan con el estómago medio vacío o medio lleno, con ganas de más o con ganas de algo mejor que llevarse a la boca. Y en estas últimas está Karina Vilchez y su familia en Cura Mori, un distrito al noreste de Perú. Desde que estalló la pandemia, esta mujer de 30 años y su esposo (los sostenes de una familia de siete personas: dos hijas, un abuelo, una hermana y una sobrina) han reducido los alimentos que ponen en la mesa. “Tenemos que minimizar gastos”, comenta por teléfono. Hay días en los que solo hacen dos comidas completas (desayuno y almuerzo) y la cena la hacen a medias. “Ahora hacemos un lunch: compramos o hacemos tortillas y hacemos una infusión, que es un poco más económica que el café”. Otros días compra menos arroz, aceite o azúcar. “Una botellita de aceite de 200 mililitros cuesta tres soles [0,78 euros], cuando antes lo comprábamos en 1,5 soles [0,39 euros]… Trato de usar lo mínimo”.
Hoy —con una inflación galopante y una alta incertidumbre política interna— la situación para Karina y muchos otros se complica aún más. Perú se ha convertido en el país con la inseguridad alimentaria más alta de América del Sur. Unos 16,6 millones de personas están en esta condición (un 50,5% de la población), el doble que antes de la pandemia, según la FAO. “Un aumento vertiginoso nunca antes observado en el país”, dice la institución. “Se habla de inseguridad alimentaria cuando se carece de acceso regular a suficientes alimentos nutritivos e inocuos para un crecimiento y desarrollo normales”, explica Mariana Escobar, representante del organismo en el país andino. Unos 10 millones de personas sufren una inseguridad alimentaria moderada: “Disminuye la cantidad de alimentos, te saltas comidas y tienes cada vez menos acceso a alimentos saludables porque son muy costosos”, resalta Escobar. En el extremo están más de seis millones de peruanos cuya situación es grave: “No se consumen alimentos durante un día o más”.
“Perú vive el nivel de hambre más alto de los últimos siete años”, según un análisis de la ONG Ayuda en Acción, que en los últimos meses ha ayudado con capacitación a Karina para que pudiera emplearse. “Observamos más hambre, y como tal, mayores necesidades de grupos poblacionales en situación de vulnerabilidad”, afirma William Campbell Falconi, director de la organización en Perú. El aumento acelerado de la pobreza, que aún no retorna a los niveles prepandemia, está haciendo mella entre los más necesitados. “Los años más duros de la crisis sanitaria nos dejó con el 30% de los ciudadanos [3,3 millones de personas] sin capacidad para abastecerse con lo mínimo”, dice Carolina Trivelli, investigadora principal del Instituto de Estudios Peruanos (IEP). Actualmente, ese porcentaje se ubica en un 28,3%, todavía muy por encima de su nivel de 2019 (20,2%), según los datos del Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI).
Después de una fuerte recesión en 2020 (el PIB cayó un 11%, el mayor retroceso en 30 años), la economía rebotó un 13,3% en 2021. Pero no le alcanzó para subsanar su nivel de pobres. La expectativa es que el país tarde en recuperarse del golpe. “Nuestro escenario central nos ubica en una trayectoria de pobreza entre el 26% y el 27% (aunque más pegado al 27%) para el periodo 2022-2023, asumiendo un crecimiento del 3,3% en 2022 y del 2,1% en 2023″, advierte Álvaro Monge, economista de la consultora Macroconsult. A partir del próximo año, si el crecimiento es del 2,5%, la tasa de pobreza podría ser de un 24% en 2026. Pero si el crecimiento es nulo, el porcentaje subirá hasta el 28%, dice Monge.
“Si bien el crecimiento del PIB es una condición necesaria para contribuir a reducir los niveles de pobreza, este por sí solo no ha sido suficiente para mitigar los efectos sociales y laborales de la pandemia, que son profundos, y se encuentran estrechamente vinculados con los problemas estructurales de desigualdad, informalidad y vulnerabilidad”, explica Mario Cimoli, secretario ejecutivo interino de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal). En Perú, si bien la cantidad de personas ocupadas prácticamente ha retornado a sus niveles precrisis, este hecho está asociado en gran medida a empleos de baja calidad en el sector informal, donde está más del 73% de los trabajadores. En los países de la zona que han recuperado la tasa de ocupación prepandemia, o están muy cercanos a ello, como Argentina, Colombia o El Salvador, la tasa de informalidad no es más elevada que en 2019, según la OIT. Perú es la excepción, pues su tasa de informalidad antes de la emergencia sanitaria era de un 71,1%. Esta baja calidad en el empleo ha llevado a una reducción de los ingresos en el ámbito de los hogares. A finales de 2021, el salario promedio todavía se encontraba un 13% por debajo del registrado en 2019, dice el Banco Mundial. “El problema es de capacidad adquisitiva”, resalta Trivelli. “Ganamos igual y todo cuesta más. Si antes no alcanzaba, ahora menos”.
Inestabilidad política
El escenario económico, dicen los expertos consultados, se complica aún más con un Gobierno, el de Pedro Castillo, que no termina de cuajar. “Estamos viendo los costos de la improvisación. Con múltiples cambios de ministros. Tenemos un Gobierno que no articula su política pública de una manera competente. No hay una cohesión en su agenda”, asegura Jaime Reusche, analista de Moody’s. Sobre todo, destaca el experto de la calificadora, la inestabilidad política está retrayendo la llegada de inversiones en minería, uno de los pilares de la economía, y que en la última década ha representado el 23% de la inversión extranjera directa (IED) del país. Perú es el segundo productor de cobre y zinc, el tercer productor de plata y el décimo de oro. Según estimaciones del IEP, por cada empleo directo en la actividad minera se generan adicionalmente 6,25 empleos en el resto de la economía: uno por efecto indirecto, 3,25 por el efecto inducido en el consumo y 2 por el efecto inducido en la inversión. “La inestabilidad política está inhibiendo el crecimiento, que haya mayor dinamismo en el sector privado, que es lo que más empleos genera y amplifica los retos que pueden venir del contexto externo”, recalca Reusche.
Los riesgos externos derivados de las tensiones geopolíticas actuales, la persistencia de los trastornos de las cadenas de abastecimiento y una desaceleración abrupta en China, el principal socio comercial de Perú, podrían frenar el crecimiento del país, según el FMI. Pero mientras llega (o no) un nuevo mazazo a la economía, Karina Vilchez no pierde la ilusión de que su situación mejore: “Tenemos la esperanza de que al final del túnel podamos ver la luz”, concluye.