Han pasado muchas cosas desde que hace 30 años apareciera El fin de la historia y el último hombre la ampliación de su ensayo de 1989 ¿Es el fin de la historia? publicado en la revista The National Interest. Su texto no sólo se convirtió en un evangelio de la política exterior de EEUU, sino que hizo de Fukuyama una celebridad pop de tal magnitud que un quiosquero de Washington DC declaró que vendía más fukuyamas que pornografía. Algo sin duda muy meritorio si tenemos en cuenta que aún no había porno gratis en internet.
Sin embargo, las turbulencias del nuevo siglo, con el 11-S como primer detonante, parecían desmentir sus optimistas augurios. Aunque, como plasmó en ese tuit del pasado mes de marzo, en realidad es que casi nadie le había leído en profundidad.
Ahora, el resucitado Fukuyama tiene una nueva misión intelectual: resucitar el liberalismo clásico, una doctrina que aglutina distintas tendencias políticas y defiende la universalidad de los derechos individuales, las libertades civiles y el imperio de la ley. Y que es malinterpretada por culpa de las distintas definiciones del término que circulan por el mundo dependiendo del huso horario: en EEUU liberal se asocia al simpatizante del centroizquierda, mientras que en Europa se identifica con la derecha que defiende el libre mercado.
Advierte este politólogo de los peligros que asoman por culpa del declive liberal. Una doctrina zombi desde hace años que no ha sabido desconectarse de políticas económicas específicas y hoy es víctima del acoso de dos enemigos poderosos. Hablamos, claro, del populismo de derechas y de la izquierda identitaria.
“Estas dos corrientes no creen en la igualdad de derechos de todos los seres humanos que defiende el liberalismo”, denuncia el politólogo. “La derecha autoritaria considera que estamos divididos en grupos culturales y raciales que nada tienen en común y apuesta por el suyo. Mientras que la izquierda posmoderna exige el reconocimiento de grupos basándose en características como el sexo o la raza y no en su condición de individuos, así que defienden políticas tendentes a igualar los resultados entre ellas.”
El liberalismo clásico tiene un punto débil en esta lucha: se vende muy mal al ciudadano de a pie porque es incapaz de fortalecer su sentimiento identitario, algo que sí logran el nacionalismo y la religión.
Esto ocurre porque mucha gente considera que las comunidades culturales dan sentido a nuestras vidas y sienten un mayor apego a ellas que a esa noción abstracta de igualdad entre todos los seres humanos. Ahí radica la base de muchas políticas identitarias. Piense en lo sucedido en Cataluña, tema con el que quiero ser cauto y prudente porque tengo amigos con distintas sensibilidades sobre el tema: hay gente que considera que tiene una identidad y cultura propias que no forma parte de esa entidad mayor que es España, mientras que otros consideran lo contrario. Ese es un buen ejemplo que demuestra que en ese campo los principios liberales patinan, no dan una respuesta de hasta dónde se extiende una frontera.
A sus 69 años, Fukuyama está seguro de que el liberalismo es la única fórmula exitosa para gestionar la diversidad. Un reto capital porque no volverán nunca las sociedades homogéneas con una única cultura y una única religión. Lo sabe bien un descendiente de emigrantes japoneses que se instalaron en EEUU para abrir una tienda a principios del siglo pasado y que durante la Segunda Guerra Mundial fueron internados en un campo de concentración en California. Por eso teme la involución artificial que se da hoy en tantas naciones: desde una India que conforma su identidad nacional sólo con lo hindú marginando al resto de sus culturas o hasta la “etnia húngara” que defiende Viktor Orban en una mensaje racista y contrario a las minorías de su país.
En España el liberal tiene mala prensa porque suele confundirse con el neoliberal a ultranza, al que se culpa de la creciente desigualdad y de la inestabilidad financiera.
La gente relaciona erróneamente el liberalismo con el capitalismo per se. Yo no creo que pueda existir una sociedad moderna y próspera sin una economía de mercado, derechos de propiedad y con libertad para negociar bajo el amparo de una seguridad jurídica. Lo que sucede es que, a partir de los años 80, se identifica como liberalismo a las teorías de Milton Friedman y las políticas de Reagan y Thatcher, que impulsaron la desregulación y las privatizaciones que eliminaron las restricciones del capitalismo global. Esto conllevó un aumento de la desigualdad en los países ricos.
¿Es entonces el neoliberalismo el germen del populismo actual?
Sin duda. A la izquierda y a la derecha, mucha gente se quedó al margen del crecimiento económico, mientras que los ricos cada vez ganaban más. Eso generó mucho malestar en la población.
Da la impresión de que en los últimos años su pensamiento ha virado hacia la izquierda. ¿Qué le hizo cambiar de opinión?
Si no reaccionas a los acontecimientos del mundo real no estás siendo honesto como intelectual. Para mí los más notables de la primera década de este siglo fueron la Guerra de Irak y la crisis financiera de EEUU, que pasó a ser global. El primero impulsó una idea de que el poder militar estadounidense podía utilizarse para remodelar la política de una región y el segundo dio por hecho que la desregulación nos haría a todos más ricos. Ambos planteamientos fueron desastrosamente equivocados.
Rebobinemos de nuevo a 1989. Al mismo tiempo que Fukuyama triunfaba con sus postulados sobre el fin de la historia, Salman Rushdie se convertía en una celebridad mundial con Los versos satánicos. Sin embargo, mientras uno era invitado de honor en las cancillerías y se paseaba por cócteles de embajadas y universidades, el otro vivía escondido para evitar su ejecución a manos de islamistas.
En aquella época, muchos intelectuales de Occidente no apoyaron, e incluso criticaron, a Rushdie. Cuando sufrió el reciente atentado me pregunté si hoy las élites culturales habrían sido más valientes que en 1989 o no…
Todo ha cambiado mucho desde entonces. Los ataques contra la libertad de expresión se han intensificado y ampliado sus frentes. Desde el populismo, con gente como Trump, Orban y Narendra Modi, se busca desacreditar a los medios de comunicación críticos, aunque sin utilizar el poder del Estado para cerrarlos. Las víctimas no son personas concretas, sino medios de comunicación. Esto ha sido el caldo de cultivo de un universo de teorías de la conspiración…
Pone Fukuyama varios ejemplos, que van desde el acoso a los científicos durante la pandemia, la cancelación de libros de autores incómodos o el cuestionamiento de resultados electorales. Arrea sin contemplaciones tanto a la derecha como a la izquierda. A la última la acusa de ejercer una vigilancia intolerante en el que expresar determinadas opiniones es considerado racista, sexista o transfóbico. Una cultura de la cancelación que reconoce asfixiante en las universidades americanas. “Quienes defienden hoy la libertad de expresión son acusados por muchos progresistas de liberales trasnochados.”, dice.
A Rushdie le condenó un líder político y religioso mientras que hoy puede condenarte cualquiera desde las redes sociales. ¿Es ya la censura privada tan peligrosa como la de un Estado?
El problema se agrava por la pérdida de influencia de los medios tradicionales. Empresas como Facebook, Twitter y Google influyen en lo que se puede decir y eso genera un problema de legitimidad para determinar lo que es un discurso político aceptable o no. La tecnología permite una militarización de las redes: unos pocos incitan a la violencia o atacan a los oponentes de una manera que no era posible hace 30 años. Así que es necesaria una cierta restricción en ese uso, pero todavía no hay un organismo adecuado capaz de ejercerla.
Considera que necesitamos del triunfo de la moderación. ¿Podemos ser optimistas sobre eso cuando vivimos en la era de la polarización?
Soy optimista si adoptamos una visión a largo plazo de la historia. No hay duda de que los últimos 15 años han sido muy malos para las democracias liberales y que se ha producido un ascenso de potencias autoritarias, pero la historia no es lineal ni unidireccional. En otras crisis, como las de los años 30 y los 70, el liberal siempre fue quien podía oponerse al autoritarismo, una forma de gobierno que suele conducir a grandes desastres.
Muchos jóvenes en muchos países democráticos se han olvidado de esos grandes desastres…
Desde China y Rusia se nos ha vendido que sus gobiernos pueden tomar decisiones y ofrecer bienes a los ciudadanos de una forma más eficaz que las democracias. Pero mírelos hoy. Rusia ha cometido un error geoestratégico histórico con esta guerra y China se encamina hacia un crecimiento cero. Los gobiernos autoritarios tienden a extralimitarse y sus resultados suelen ser malos, mientras que las democracias cuentan con mecanismos de autocorrección que permiten solucionar muchos problemas.
Afirma que la guerra de Ucrania demuestra que es mucho mejor vivir en una sociedad liberal que en una autoritaria, quizás esta crisis suponga el inicio de la resurrección liberal.
Podría serlo potencialmente. Este conflicto tiene un significado mucho más amplio que un enfrentamiento entre Rusia y Ucrania. Putin lo ha dejado claro. Esto no tiene que ver con el acercamiento de la OTAN a sus fronteras, sino con tener como vecina a una democracia eslava. El contagio democrático que vivieron los países del Este tras la caída del Muro de Berlín preocupó mucho a los rusos y ahora tratan de revertir esta situación. Basta escuchar a sus comentaristas televisivos para darse cuenta que su tono es más fascista que otra cosa.
Treinta años después, la guerra le da ha devuelto la razón a Fukuyama. Ahora habrá que medir su éxito. Quizás para hacerlo habría que hablar con el quiosquero de Washington que vendió tantos ejemplares de su ensayo, aunque en estos tiempos es muy probable que no venda publicaciones de política exterior. Ni tampoco revistas porno. Puede que incluso haya cerrado.
Ya saben, el fin de la historia.