Esta “Escuela vieja” como la conocen actualmente los pobladores más antiguos que aún la recuerdan, se denominaba oficialmente en los registros del Estado como Escuela Nacional Nº 43, no tenía nombre más allá de este simple número, algo que podría interpretarse como un signo de que su existencia en el lugar tenía poca importancia, sin embargo, aunque para el gobierno nacional sólo fuera un edificio perdido en la solitaria meseta, significó para el poblado todo un símbolo de crecimiento, puesto que junto a otras instituciones le dio a Gastre una posición más igualitaria frente a las demás localidades del departamento, tanto Lagunita Salada como la aldea de Blancuntre, que ya poseían centros escolares, a la Nº 43 concurrieron los hijos de los primeros pobladores y trabajadores del suelo gastrense.
En sus inicios contaba con un promedio de veinticinco alumnos y alumnas que asistían todos juntos en grados inferiores y superiores, la mayoría venía del pueblo y los alrededores, según algunos documentos, uno de los primeros maestros en arribar a la localidad y ejercer la docencia fue un hombre de apellido Aostre, otros de los docentes que allí se desempeñaron fueron el maestro Bahamonde, oriundo de El Bolsón y luego el Sr. Francisco Edmundo Rizzo, quien hizo refaccionar la escuela, además era quien se encargaba de todo, ya que no solo cumplía con la función docente, sino que también le proporcionaba al estudiantado lo mínimamente necesario para que pudieran concurrir a la escuela, se encargaba de la entrega de útiles que el Estado enviaba, acontecimiento que no sucedía con frecuencia, y que generaba problemas lógicos en el proceso de enseñanza y aprendizaje debido a la escasez de elementos educativos, por último, y hasta donde se tienen datos certeros, ejercieron la docencia el maestro Edmundo García y por último el maestro Ramón Cardillo. Aleatoriamente llegaban guardapolvos y zapatillas que jamás alcanzaban para todos, también se le proporcionaba al estudiantado, lápices, gomas y un librito para leer en el domicilio particular, que raramente era utilizado, ya que los niños en sus casas tenían otras obligaciones que atender. Se cuenta que de manera frecuente, el maestro Rizzo se trasladaba al otro lado de la ruta, hacia el juzgado o la comisaría, donde los trámites y seguramente alguna conversación casual, lo demoraban una hora o más, los niños quedaban a cargo de Manuela Jaramillo, la cocinera, quien no podía atender la cocina y a los niños simultáneamente, es entonces que se daba la ocasión para que los chiquillos dejaran de lado la tarea escolar y se dedicaran a jugar y corretear, mientras uno de ellos espiaba y hacía de “Campana”, atento al regreso del maestro y director, cuando esto ocurría se escuchaba el aviso cauteloso de “Vamos a hacer la tarea que viene el director y nos va agarrar de las patillas”. Cuentan que Rizzo era muy bueno, pero cuando se enojaba no ahorraba castigos, el peor era el que obligaba al alumno a colocarse de rodillas sobre maíz o piedras.
En ella funcionaba además un comedor escolar, algunos relatos orales cuentan que la cocinera Manuela, madrastra de uno de los alumnos de nombre Emilio Cabaña, era asistida regularmente en sus tareas por una asistente más joven de nombre Celestina Pereyra, con frecuencia en el desayuno se servía mate cocido con leche y a veces, cuando tenían, le daban chocolate, el almuerzo comúnmente incluía tallarines, ñoquis, arroz, etc. Pasada la mitad de la década de 1940, todavía no existían transportes que trajeran mercadería diariamente, el único comercio local era el que había impulsado Pujol, que por entonces estaba en manos de Alfredo Moré y que atendía otro socio, Marcos Macayo, quien también fue juez de paz, éste gestionaba el envío y los pagos de los gastos de comedor de la escuela en conjunto con el director de turno, y era el único proveedor local. La escuelita contaba con grados distribuidos y organizados en inferiores y superiores, aunque seguramente por el reducido espacio, se concentrarían en la única aula que poseía.
Se padecía también el ausentismo escolar, frecuentemente los alumnos no concurrían a clases de dos a tres días seguidos por las tareas rurales a las que estaban afectados, en otras ocasiones el arroyo crecía tanto que imposibilitaba a los niños cruzar la ruta que separaba a la escuela del poblado, algunos entrevistados todavía recuerdan que esta dificultad la salvaba el comisario local, quien los subía a su caballo y los cruzaba hacia el otro lado.
Fragmento libro “Gastre, retrospectiva histórica” de Carlos Adrian Tissera