En mis épocas era la 27, la honorable Escuela 27. Hoy parece que los años han pasado también para ella y de buenas a primeras pasó a ser la 84. Cuestiones de Estado que poco tienen que ver con los sentimientos. Se llamaba Juan Manuel Belrano, pero el que te miraba fijo y no te perdía de vista en ningún momento era Sarmiento, el señor de las estatuas. Él estaba en todas partes, casi como Dios. Sus ojos te seguían desde la entrada, después te esperaban en la galería cubierta y si estabas distraído lo encontrabas en algún cuadro y como si fuera poco cuando te ibas a tu casa te vigilaba por la vereda porque la calle de la escuela también tenía su nombre ¡Cartón lleno! Doña Albina, la profesora de música, nos hacía cantar: “Para el grannnde entre los graaaaandes, padre del aula, Sarmiento inmortallll”.
A mí me gustaba ir a la escuela, me acuerdo de los nombres de todos mis maestros. Lula Abate, en primer grado, con sus uñas pintadas de rojos y sus palabras que acariciaban el alma y hacían que uno se sintiera muy importante aunque le costara enhebrar las letras mientras las leía, parado al frente del aula. En primero superior, Elsa Roftun, ¡tan grande! daba como “cuicui”, hasta que descubrías que adentro llevaba todavía un corazón de chica y era la reina de los picnic, de las caminatas, era una maestra- compinche siempre lista para alguna aventura. Después llegó Zulma Bianchi, la esposa del director, ella venía de Corrientes y yo la miraba como embelesada porque parecía agua cristalina cuando hablaba: No se olvidaba de ninguna “ll”, para mí que las coleccionaba y además venía de la tierra de San Martín y yo siempre pensaba que sí lo habría conocido cuando era chico si acaso lo llamaban Josecito, pero nunca me animé a preguntarle.
Después en tercero, que tenía fama de difícil, bravo y decisivo porque uno corría el peligro de repetir, la tuvimos otra vez a Elsa. Así que respiramos profundo, era de las maestras. Después llegó Lidia Romero, para nosotros la señora de Dunker, la linda la que sabía cantar mejor que nadie y como de tal palo tal astilla nosotros nos sentíamos los niños cantores del pueblo. Además nos trajo de la mano al Quijote y a Sancho Panza y con ellos a Dulcinea del Toboso. Hubo un festín a la hora de la siesta, como no iba a querer ir a la escuela si era un lugar donde a veces se podía soñar.
Después en quinto, ya éramos grandes y tuvimos una maestra más seria la señora de Chirurgi, con pelo negro y esa boca chiquita siempre pintada de rojo que no se abría mucho, porque ni se reía mucho ni hablaba mucho o por lo menos eso me parecía a mí.
En sexto aterricé y tuve a Lucy Beriain, como su nombre, Lucy era una lucecita que además de luz nos daba calor, nos acompañaba. Yo estaba contenta que ella fuera mi maestra por muchas cosas pero además porque en ella todo hacía juego: las uñas, los labios, los aros, el perfume, las palabras y la sonrisa. Ese año pasó ligero entre los problemas de matemáticas que me copiaba de Ana, el flequillo de Marcelo que me parecía aparecía en todos lados y la asamblea del año 13. Y para mí terminó antes. Me dio tristeza no despedirme de mis compañeros ni actuar en el cuadro vivo que preparaba la señora de Isaac, que era profesora de labores, pero ese año me gané un viaje en barco a Ushuaia por una composición sobre el mar que habíamos hecho en la escuela. Cuando volví habían terminado las clases y yo caí en la cuenta que también se me había terminado la escuela 27. Que en realidad era una manera de decir porque cuando uno se va, esos lugares quedan dentro de uno. Forman parte para siempre de su paisaje y a pesar de la burocracia nunca cambian de número.
Por Elida Fernández para el libro “Cuadernos de Historia Patagónica”, del Centro de Estudios Históricos y Sociales Puerto Madryn.
1 comentario
ME ENCANTO !!!!! … simplemente, me gusta leer, sobre todo, lo que refleje un poco la historia de “nuestros pagos chicos” y máxime, cuando veo una narrativa pura y rica en el uso del lenguaje, además de “mostrar y recordar” lo que era UNA ESCUELA .. Gracias