Estaba próximo el 9 de julio; era obligatorio para todos los Colegios Nacionales concurrir con todos los alumnos al acto central donde se conmemoraba el Día de la Independencia; también era habitual que concurrieran los demás colegios con sus alumnos, es así como llegó el 9 de julio de 1929; el acto central se desempeñaba frente al busto del General San Martín, -esquina diagonal de la Gobernación- para luego desde allí concurrir a la Plaza Independencia y acto seguido al Te Deum; eran las 9 de la mañana y solo estaba frente al busto del General San Martín el pueblo y la Escuela Nacional N° 1 y el Colegio María Auxiliadora con la totalidad de sus respectivos alumnos; había transcurrido ya media hora de espera de la llegada del Colegio Salesiano “San Juan Bosco”, cuando por alguien, la Comisión Directiva de Fiestas se entera que el Colegio San Juan Bosco no va a concurrir y que el Director del mismo, Rdo Padre Demetrio Urrutia en hora temprana había salido con la totalidad de los alumnos en excursión rumbo a Playa Unión, que en el colegio solo había quedado el cocinero, don Emiliano y Don Adamo.
Comienza el acto frente al busto del Libertador, la Banda de Música de la Gobernación entona el Himno Nacional –previo izamiento de la bandera- sigue haciendo uso de la palabra el director de la escuela reseñando la fecha que se conmemora, y luego los alumnos de ambos colegios –Nacional y María Auxiliadora- con sus poesías y versos alusivos, dándose por terminado el acto allí mismo previo reparto de caramelos a los alumnos.
Eran pasadas las 11.30 de la mañana, se desconcentra el pueblo y para esto, para festejar la fecha, en el patio de la Comisaría habían varias personas ocupadas en hacer una gran asado destinado al personal de la Gobernación, de la jefatura de Policía y de la Comisaría; casi la totalidad de los funcionarios de estas dependencias del Estado se dirigieron al patio referido. Allí no faltaron los fotógrafos para hacer imperecedera aquella conmemoración; entre estos estaba don Manuel Terraza, don Estanislao Oñate, y otros que no siendo de la profesión por su condición de aficionados no perdieron la oportunidad de documentar esta magna fecha –reunidos allí- en el patio de la comisaría, en un momento dado se hizo presente el señor Jefe de la Policía de apellido Sierra y dirigiéndose a todos los empleados les hizo resaltar la actitud que calificó de “injuriante” para el día patrio y las autoridades del territorio, instigándolos a tomar una represalia destruyendo el colegio y que él iría al frente “que si no le obedecía dejaría de ser el Jefe de la Policía como quienes se negaran a cumplir la orden serían dados de baja inmediatamente; muchos fueron los funcionarios que recriminaron semejante idea, pero, quedaba en pie “si al día siguiente continuarían trabajando o quedarían en la calle”; esto a muchos les hizo meditar unos segundos; no había tiempo para pensar mucho; el Jefe de la Policía ya había ordenado a los sargentos Alfredo Celi y Lorenzi que hicieran formar a toda la tropa uniformada con sus armas reglamentarias; muy pocos minutos después salían por la puerta de la comisaría –ubicada en una de las mitades de la diagonal- los dos sargentos a cargo cada uno de un pelotón de unos 20 hombres uniformados y armados; inmediatamente se puso al frente de esta tropa el jefe de la Policía Sierra en su automóvil doble faetón, Ford T, modelo 1927, lo siguió la tropa y detrás de esta casi la totalidad de los funcionarios de la Gobernación, jefatura de Policía y de la comisaría no uniformados; al llegar el automóvil justo en el cruce de huellas frente a la esquina norte de la Plaza Independencia, se estacionó; allí el Jefe de la Policía dio las últimas órdenes a los sargentos Celi y Lorenzi y estos con su tropa –unos 40 en total- se adelantaron y dispuestos al ataque, los uniformados con sable bayoneta en mano comenzaron a destrozar las persianas de madera –unos diez- que correspondían al dormitorio de los pupilos y otros que daban a las aulas; yo que iba por un costado durante todo el trayecto –tenía unos 15 años- me ubiqué frente a los dormitorios contra los tamariscos de la plaza.
Riéndome, porque me parecía en ese momento una “payasada” ya que no había nadie en el colegio en esos momentos; me tocó el hombro un hombre corpulento con una gran máquina fotográfica con su pie y trípode y un paño negro que pendía de uno de sus brazos –era don José Ares- y diciéndome “Umberto, correte un poquito más allá, vas a ver qué lindas fotografías voy a tomar…” lo que así hice, haciendo accionar su máquina varias veces; en esos instantes veía salir por la portería del colegio al cocinero y a don Emiliano (Salesiano) queriendo oponerse al atropello policial, evidentemente sin resultado; escasos minutos después –todo se desarrolló con la velocidad de un relámpago- ya destruidas casi la totalidad de las persianas, ventanales y vidrios de la misma, cesaron en el ataque cuando se oyó decir que había llegado alguna de las tremendas piedras que allí arrojaron, a un pupilo que estaba enfermo en cama dentro del dormitorio y que apenas pudo escapar; los funcionarios de civil pudieron eludir gran parte de la acción destructora, pero los uniformados inconfundibles ante el resto debieron cumplir la orden, pues a solo cuarenta metros se hallaba dentro del automóvil el Jefe de la Policía Sierra verificando el cumplimiento de su orden; satisfecho el deseo de este mal jefe, volvieron al patio de la comisaría a saborear el exquisito asado con excepción de varios que, por lo repugnante y cobarde la orden dad, se retiraron a sus casas; aún no había cesado el ataque, don Emiliano se trasladó desde el colegio hasta Playa Unión a dar cuenta de lo ocurrido al director Rdo Padre Demetrio Urrutia; pocas horas después se lo veía al Padre Urrutia concurrir al despacho del Gobernador, al Juzgado letrado y también al correo; alguien pasó el dato al Jefe de la Policía que el empleado de Jefatura de Policía Petronilo Álvarez, al pasar “el grueso” de los funcionarios de civil hacia el colegio detrás de la tropa, al llegar a la esquina del paredón donde vivía la familia Ayllón, se había “escurrido” negándose de hecho a cumplir la orden del Jefe Sierra; efectivamente era cierto; al día siguiente fue dado de baja.
Lo curioso del caso fue que otros que también había eludido llegar hasta el colegio, fueron encarcelados; para ello el Jefe de la Policía Sierra se valió de aquellas fotografías tomadas en el patio de la comisaría por los distintos fotógrafos antes de instigar la consumación del hecho y, precisamente, los autores materiales directos se salvaron al invocar que “cumplían órdenes”; fueron ocho los funcionarios detenidos en la Comisaría y el Jefe de la Policía en su domicilio; por orden del Gobernador, los ocho empleados de la Gobernación y Jefatura de Policía, llegada la noche eran distribuidos en sus respectivos domicilios en una camioneta rural Ford, conducida por el chofer Luis Michi y en otras ocasiones por el chofer Arturo Carbonelli; antes de aclarar, el mismo chofer pasaba casa por casa y los conducía nuevamente a la comisaría, de esta manera atenuaban las consecuencias de esa privación de libertad que soportaban por culpa de un irresponsable.
Así transcurrieron casi los 30 días hasta que el juez ordenó el pasé a la cárcel de los mismos con excepción del Jefe de la policía que continuaba en su domicilio preso, ocho días más tarde fueron puestos en libertad e inmediatamente restituidos a sus respectivos cargos con excepción del Jefe de Policía Sierra que fue separado de su cargo. Durante un tiempo, unos dos meses, era el comentario en el pueblo de que el Rdo Padre Urrutia en ciertas horas de la noche hacía desde el campanario de la iglesia una cierta vigilancia armado de una carabina previendo un nuevo atentado; en muchas ocasiones, a distintas horas del día pero especialmente a la caída de la tarde, yo lo vi parado “como una estatua” sobre el extremo máximo de la torre de la iglesia; superficie cuadrada y plana, todavía no se le había construido la pirámide que hoy día tiene sobre aquella superficie plana.
Fragmento del libro “Resistencia social y casos de bandidaje en Patagonia”, de Ernesto Maggiori