miércoles, 12 de marzo de 2025

Modesto Inakayal era uno de los líderes de las tierras del sur. Comandaba una tribu de casi mil tehuelches. Era un hombre respetado tanto por su inteligencia como por su fuerza. En 1879, en plena “Conquista del Desierto”, Inakayal recibió la visita de un explorador. Esto no era fuera de lo común. Cada tanto, la tribu recibía visitantes que el líder tehuelche atendía con cordialidad. Esta vez, se dice, hasta trabaría una amistad con el visitante.

Ese explorador era ni más ni menos que Francisco Pascasio Moreno, al que años después se lo conocería como el “Perito Moreno”. Sin dudas, la labor de este científico y explorador nos ha legado grandes conocimientos sobre los indígenas, e incluso se dice que su trabajo también intentaba armonizar los lazos de los indios con los blancos;

Pero el Perito tomó algunas extrañas decisiones. En 1885, Inakayal, junto con los sobrevivientes de su tribu y los otros líderes tehuelches, Sayhueque y Foyel, fueron tomados prisioneros y llevados a la isla Martín García. Los militares se quedaron con sus pertenencias, incluyendo sus caballos, y repartieron a sus hijos entre las familias de los generales para que fueran usados como sirvientes.

Sabiendo que los cautivos podrían llegar a ser ultrajados y hasta asesinados, Moreno intercedió para rescatar a Inakayal y a Foyel y a sus familias. Así, fueron llevados a La Plata, más precisamente al Museo de Ciencias Naturales, fundado en 1884 por Moreno, donde pasarían a formar parte de la colección viviente del museo.

Allí, en el centro del bosque platense, en el Museo de Ciencias Naturales, vivieron los tehuelches. Confinados, lejos de sus tierras, mal alimentados, amontonados en el oscuro subsuelo, donde hoy funcionan los laboratorios, allí quedaban los indios hasta que fuera la hora de trabajar: las mujeres limpiaban y hacían telares que luego serían vendidos, y los hombres se encargaban de la construcción del edificio del museo que aún no estaba terminado. Cuando era necesario, debían posar para ser retratados, o desnudarse para ser examinados. Quizás sea un capítulo “vergonzoso” en la biografía del célebre científico. Pero en realidad hay que ubicarse en ese tiempo, y Moreno, al fin y al cabo, era un hombre de ciencia. Navegantes, aventureros y antropólogos descubrían a menudo nuevos grupos indígenas en tierras alejadas de África, Asia o en las remotas islas de Oceanía. El estudio de esas “raras” poblaciones y su difusión en los círculos de las grandes capitales mundiales estaban a la orden del día.

Mientras tanto, en el museo les ofrecieron a Inakayal y a Foyel que, si se reivindicaban como argentinos y olvidaban su identidad indígena, les cederían algunas hectáreas de tierras. Foyel aceptó. Inakayal no.

Al poco tiempo, en 1887, los indios prisioneros comenzaron a morir de manera extraña. Sus cuerpos eran expuestos en el museo. Inakayal presenciaba con desolación la extinción de todo. Ya no tenía fuerzas. Solo le alcanzaban para contemplar, detrás de una vitrina, los restos de su mujer y amigos.

Estuvo un año así hasta que un hecho aún sin aclarar terminó con su vida. Falleció el 24 de septiembre de 1888. Dicen que esa tarde, el líder tehuelche se arrancó la ropa de blanco que le habían puesto y así, desnudo, comenzó a hablar en su lengua mirando al sur. En ese momento se tiró por la escalera, o lo empujaron, y murió.

Inmediatamente, su cuerpo fue exhibido junto a los otros.

Desde entonces, las puertas duras del museo se abren y cierran. Se escuchan pasos y quejidos en el subsuelo. Hasta los científicos que trabajan en los laboratorios dicen haber presenciado hechos extraños: cosas que cambian de lugar, objetos que se caen y se rompen, voces como susurros en una lengua extraña.

Más de cien años después, en 1994, la comunidad tehuelche logró que los restos del líder fueran devueltos a su tierra. Pero luego de encargarse del ritual correspondiente que consiste en enterrar el cuerpo y los objetos que necesitarán cuando renazcan en otra parte,

Descubrieron que faltaba el cuero cabelludo, una oreja y, muy probablemente, el corazón, que aun permanece en el museo.

 

Fragmento del libro “Misteriosa Buenos Aires”, de Diego Zigiotto

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