domingo, 7 de diciembre de 2025

Los poyuches me pusieron en manos de los indios de esta tribu. Permanecí seis meses consecutivos en medio de este pueblo importante, que me fue fácil estudiar y al que comparé con las otras tribus de patagones de la parte oriental, de las que tanto han hablado los navegantes.

Al instalarme entre ellos me envanecí de ser mejor tratado que por los poyuches; pero apenas habían transcurrido unos días de estar en su poder cuando, al reconocer la imposibilidad en que estaba de prestarles algún servicio, en vista de mi ignorancia del manejo de los caballos, me trataron brutalmente y con grandes insultos. Así fue que las palabras trewa huinca18-perro cristiano-y uesa huinca-cristiano malo- fueron las primeras cuyo significado conocí. Traté muchas veces de hacerme comprender y les pregunté qué motivos podían conducirlos a tratarme de tal manera; por toda respuesta me maltrataron con más fuerza aún. Después de una de estas decepciones, mi pena fue tal que, considerando perdidas ya para siempre la familia y la patria, no pude contener algunas lágrimas amargas. Los indios notaron este gesto y su furor no conoció límite; me golpearon de tal manera que creí iban a darme muerte, según me amenazaban.

Desde entonces conseguí disimularles mi dolor, bajo una sonrisa continua y falsa, por la que se dejaron engañar. Con toda buena voluntad y toda la destreza de que era capaz, hice rápidos progresos en el arte de la equitación y en el conocimiento de su idioma, en todo lo cual fundaba esperanzas de fuga. Aprendí con igual rapidez de servirme del lazo y de la boleadora -locayo- que desempeñan tan gran papel en su existencia y que son verdaderamente indispensables para todos los que se aventuran en el desierto americano.

En esta tribu noté que la estatura de los hombres es bastante elevada, no inferior a la de los patagones. Los puelches están bien formados y tienen miembros muy proporcionados; su rostro tiene una expresión de arrogancia que nada desmiente su manera de ser. Son nómadas por gusto y no por necesidad, porque sus parajes son generalmente de gran fertilidad. Sus pasiones principales son la caza y la embriaguez. Sus ideas religiosas, así como las de todas las otras tribus, se limitan a la admisión de dos dioses: el del bien y el del mal. Se lanzan frecuentemente al saqueo de las granjas, de las que sacan gran número de caballos y vacas; su alimento consiste en carne de caballo, de avestruz o de gama, producto de sus cazas; los trozos escogidos que comen son el hígado, los pulmones y los riñones crudos, sazonados con la sangre caliente o cuajada previamente salada, porque conocen el uso de este condimento, la sal. Las tiendas de los puelches son más regulares y más espaciosas que las de los poyuches; a menudo, al estudiarlas, he reconocido en ellas vestimentas u objetos domésticos conquistados a costa de la sangre de algún infeliz hispanoamericano. Los indios, que tenían costumbre de espiar mis movimientos, no dejaron de sorprender mis ocultas ojeadas, por rápidas que fueran, a esos objetos; entonces los hacían ocultar velozmente, por temer que yo pensase apropiármelos; después me gritaban:

-Uecun tripan emi uesa huinca -Sal en enseguida afuera malvado cristiano- o también:

-Uecum buleta emi veca meten -Ya es bastante para ti quedarte afuera-.

En verdad, es de creer que pensaban seriamente de esa manera, porque, hiciese calor o frío, no tuve jamás otro lecho que el suelo desnudo, ni otro abrigo que el cielo.

Fuera de su bárbara crueldad, estos indios no dejan de ser industriosos e inteligentes. Los arneses de sus caballos, compuestos de una brida, de una silla y de estribos, son curiosas muestras de su industria; en su mayor parte están trenzados con tanta perfección que uno se ve- ría poco dispuesto a creer que son ellos quienes los hacen.

Aunque portan unos cuchillos muy malos, cortan con una prontitud y una destreza sin igual los cueros de potros, previamente pelados con una estaca aguzada y con ceniza, en las finas correas destinadas a riendas y boleadoras. Sus sillas se fabrican con cañas recubiertas de cuero curtido; algunas son de madera, semejantes a dos respaldos de sillón unidos a cada extremo por unos triángulos. Dos orificios agujereados en la parte delantera sirven para suspender los estribos de madera, de forma triangular, cuya mayor abertura permite meter a lo sumo tres dedos. Unos cueros puestos entre la silla y el lomo del caballo lo preservan de toda herida bajo la presión exagerada de la cincha. Sus lazos tienen por lo menos una treintena de pies de longitud; son cortados de una sola pieza en el cuero de un buey o bien trenzado. Los indios tienen la costumbre de fijar uno de los extremos a la cincha del caballo y enroscarlo en la mano izquierda en forma de aro. El extremo termina en un lazo de nudo corredizo al que dan más o menos abertura, según el género y el tamaño del animal que quieren prender. Lo lanzan con la mano derecha después de haberlo hecho girar varias veces sobre la cabeza con la misma mano, cuidando de mantener abierto el nudo corredizo. Como se ve, estos lazos son muy diferentes de lo que se creía, y en nada se parecen a los que se ha visto emplear a los rusos en guerras para siempre memorables para nuestra hermosa patria. Las espuelas de que se sirven estos salvajes están compuestas de dos pequeños trozos de madera, armados con una punta de metal o de hueso en lugar de acicate. Fijos a los pies, cada uno de estos aguijones se encuentran uno a un costado, y el otro, al otro. Los indios, aunque hechos a servirse de ellos, ensangrientan generalmente sus cabalgaduras, a las que hacen correr muy velozmente.

Estos caballos, en general, son de mediana talla y bien formados, muy fáciles de domar y casi infatigables. He visto a menudo a estos animales, que en nada ceden a los más hermosos andaluces, galopar durante un día y toda una noche sin tomar otra cosa que agua. Para domarlos, los indios se apoderan de ellos de una manera muy brutal: una vez capturados con el lazo, los derriban en tierra para atarles juntas las patas a fin de poder pasarles sin dificultad por la boca una correa, que atan fuertemente, bajo el labio inferior, después de haberles tironeado las encías y los labios a fin de hacerlos más obedientes a la presión de ese bocado muy flexible. Les ponen enseguida una silla y los hacen levantar, conteniéndolos entre dos, uno de las narices y una oreja, y otro por detrás mediante un nudo corredizo que les sujeta las dos patas; entonces el domador, armado de una larga correa de cuero crudo -trupues-, especie de lonja muy dura y pesada que termina en un trozo de madera, destinada a golpear tanto los flancos como la cabeza de un caballo, se lanza listamente sobre el animal. A una señal dada, los ayudantes, con perfecta coordinación de movimientos, dan libertad al corcel, que frecuentemente parte como una flecha, no sin haber hecho buen número de corcovos y de haberse lanzado a uno y otro lado. Algunos resisten a los prodigiosos esfuerzos que hacen sus jinetes por doblarles la cabeza a derecha o izquierda, y ruedan por tierra con ellos; pero, en general, por fogosa que sea su resistencia al comienzo, a los dos o tres días quedan suficientemente dóciles como para ser montados en pelo.

Aproximadamente a los dos años y medio los indios los doman de esta manera y los someten a una prueba a fin de apreciar su velocidad; les hacen franquear, de un solo impulso, un espacio determinado; los que no alcanzan la meta con facilidad son juzgados impropios y condenados, sin misericordia, a ser comidos.

Los puelches habitan los parajes situados entre el río Negro y el río Colorado, que rara vez cruzan. La parte oriental se compone de llanuras fértiles donde se encuentran muchos estanques llenos de pesca y cuyas aguas son excelentes. La parte occidental no es menos fértil; es muy montañosa y regada por numerosos torrentes que van a engrosar el Colorado. Hay también allí una gran cantidad de estanques salinos e infectos, como en todos los parajes estériles de la América meridional, y algunos algarrobos tortuosos y de aspecto miserable.

Los puelches tienen relaciones continuas con los indios de todas las tribus, sin excepción, y son los más capaces de dar informaciones con respecto al inmenso territorio ocupado por todos sus compañeros nómadas, dispersos desde el Estrecho de Magallanes hasta Mendoza, porque muy frecuentemente van hasta ese país. Son generalmente muy visitadores, lo que da siempre muchas ocupaciones a las mujeres, que se encuentran en la obligación de dar de comer a todos. Los recién llegados son saludados por las mujeres y los niños. El jefe de la familia no cumple esa formalidad sino cuando todos se han sentado y han bebido algunos tragos de agua. Cambiando el saludo por una y otra parte, los huéspedes, en medio del más profundo silencio de las mujeres y los niños, exponen cada uno a su turno el fin de su visita, en un largo discurso que no está exento de cortesía ni de cierta poesía de la que se les creería incapaces. Su idioma es gutural y canturreado. El amo de casa, después de haber escuchado religiosamente a todos sus huéspedes, les responde largamente también, y termina dirigiéndoles su agradecimiento por haber querido visitarlo; y sin agregar una palabra les deja hacer honor a la comida, que sirven, con diligencia, las mujeres. Esa comida se compone generalmente de riñones y de pulmones crudos, cortados en trozos y puestos en pequeñas vasijas de madera llenas de sangre cuajada y mezclada con sal. Cuando los comensales se han repuesto, se entabla nuevamente la conversación en tono familiar, muy diferente de la primera, porque ya no canturrean. Es el momento en que los niños, deseosos de hacerse también de amistades entre los huéspedes de su padre, acuden a agruparse cerca de ellos. Los huéspedes, a modo de caricia, les toman la cabeza, y buscan los numerosos insectos que en ellos hormiguean, para comerlos; como agradecimiento, es de rigor la reciprocidad.

Muy rara vez los hombres dirigen la palabra a las mujeres, y la costumbre les veda hasta mirarlas a la cara, a menos que sean parientes, exceptuando a las suegras.

Todo visitante recibe una amplia hospitalidad y puede cohabitar con sus huéspedes un tiempo ilimitado, durante el cual será siempre objeto de los mayores agasajos. Cuando se aproxima la hora del descanso se hace por todas partes el mayor silencio; los huéspedes se ausentan unos minutos, durante los cuales el amo de casa les hace pre- parar con prisa un lecho compuesto por los cueros más preciosos que tiene en su ruca.

Una vez desaparecido el sol, el viajero, por cerca que esté de su destino, no puede presentarse ante una tienda sin infringir las reglas de la compostura decente; para ello debe esperar el retorno del día. Solamente los portadores de órdenes de los caciques están al margen de esta etiqueta.

Las mujeres se reciben entre ellas; se hacen miles de arrumacos, aunque sean enemigas juradas. Su conversación se hace casi en voz baja, mientras se depilan las cejas o se peinan recíprocamente. El ceremonial no se opone a que acompañen al ama de casa cuando sus ocupaciones la llaman afuera; por eso se las ve casi siempre en idas y venidas. Los hombres no gozan de esta prerrogativa, pues a menos que se trate de cazar, así como se los ve sentarse a su llegada se ven obliga- dos a permanecer hasta su partida.

Los visitantes no dejan jamás de elogiar a su huésped, lo que lo envanece sobremanera. En esos momentos hasta fingía tener alguna amistad conmigo, y me hacía comer a su lado, pero como hombre que conoce su oficio, yo siempre daba la idea de dejarme engañar por todas sus zalamerías. Así vi unos tras otros a los indios de todas las tribus patagónicas. Era yo para ellos una curiosidad rarísima; lo comprendía por la forma en que me contemplaban y por la sorpresa que les daba encontrar en mí -laftra-huinca, pequeño cristiano- facultades semejantes a las suyas.

 

Fragmentos del libro “Tres años entre los patagones”, de  Auguste Guinnard

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